lunes, 11 de julio de 2011

CENTURIÓN (CENTURION, 2010)

Roma contra los bárbaros



Confieso que seguí con mucha expectación todas las noticias acerca de Centurión (ver ficha en IMDB), la cinta con la que Neil Marshall pretendía ofrecer su versión sobre el misterio de la desaparición de la legendaria Legión IX Hispana en las tierras altas de Escocia. Se sumaba el interés por el argumento al buen trabajo de ambientación reflejado en unas cuantas fotografías “colgadas” en Internet antes del estreno. Por otra parte, sentía simpatía por la obra del realizador británico desde la primera película suya que llegó a mis manos: Dog Soldiers (2002), una modesta pero decididamente gamberra historia sobre feroces licántropos empeñados en zamparse a un escuadrón de soldados ingleses en los páramos escoceses.


El tema en sí, el exterminio de una unidad de élite del ejército romano en Britania,  remite por más de un concepto al histórico choque entre la civilización romana y las culturas “bárbaras” del norte de Europa; las únicas, en teoría, que resistieron el empuje militar y cultural proveniente del mundo mediterráneo. Alrededor de esta idea, el mundo nórdico como guardián de la esencia primigenia del hombre europeo, impoluto y firme frente al corrupto mestizaje grecorromano, fueron surgiendo ciertos postulados ultranacionalistas de triste recuerdo para Europa, sobre todo porque venían a establecer de manera tajante en todo el continente no ya una división socio-cultural, sino incluso racial. Sin embargo, decir que Roma fracasó por completo ante germanos y britanos constituye una simplificación tan ridícula como exagerada. Nos guste o no, lo cierto es que el influjo de la cultura romana se halla presente en toda Europa, incluso entre aquellas naciones que no formaron parte de su Imperio (con matices, por supuesto). Fíjense si no en la actitud de los pueblos germanos que a lo largo del siglo V se repartieron los pedazos del Imperio romano de occidente: más que conquistadores o destructores de toda una civilización, se consideraban herederos de Roma a todos los efectos, un propósito que tuvo su culminación con el nacimiento del Sacro Imperio Romano Germánico liderado por Carlomagno.


El caso de las islas británicas plantea otras variantes. La Britania conocida por Julio César pertenecía a la gran cultura celta, muy estrechamente emparentada con la del territorio galo sometido a sangre y fuego por el conquistador romano. Los britanos apoyaron desde su posición insular a sus hermanos del continente, lo que motivó dos incursiones de castigo por parte de César. No sería hasta el reinado de Claudio (41-54 d.C.) cuando Roma emprendió la conquista de Britania, concretamente en el año 43, cuando el general Aulo Plaucio desembarcó en Richborough (costa oriental del condado de Kent), al frente de cuatro legiones y otros tantos cuerpos auxiliares. Con el tiempo, los romanos lograrían imponer su presencia, pero a costa de feroces combates y de renunciar a la parte septentrional de la isla, la zona que los romanos llamaban Caledonia (la actual Escocia).


Los pobladores de Caledonia recibían el nombre genérico de “pictos”, vocablo de origen incierto cuya traducción suele hacer referencia a la costumbre de aquellas gentes, al parecer atestiguada históricamente, de pintar sus cuerpos de un vivo color azul antes de entrar en batalla. Poco sabemos de los pictos, pero desde luego no parece que fueran ni tan bárbaros ni tan “misteriosamente oscuros” como se pretende. Tenían una cultura propia, quizás de entidad celta, eran excelentes guerreros y dejaron inscritos en piedra un gran número de complejos dibujos y trazos cuyo significado aún no se ha podido descifrar. De los pictos nos queda, sobre todo, su condición de eternos rebeldes contra Roma. Irreductibles hasta las últimas consecuencias, vieron cómo su territorio quedaba aislado del resto de Britania por medio de un muro de piedra construido por orden del emperador Adriano en el año 122.

El general Virilo lucha contra un guerrero picto. 


Ampliación del fotograma anterior. Enmarcada en color amarillo se aprecia la cabeza de un toro en la coraza del actor Dominic West. Se cree que el toro pudo ser el emblema de la Legión IX Hispana.


Supongo que mucha gente habrá cuestionado alguna vez la verdadera significación del muro de Adriano: ¿Tenían miedo los romanos a los pictos? ¿Asumieron que era mejor defenderse de ellos parapetados detrás de la muralla, vista la imposibilidad de reducirlos por las armas? Suponer que los romanos construyeron un muro por miedo a un pueblo sin duda belicoso, pero militarmente inferior a ellos, es demasiado simplista. Si algo caracterizaba a los romanos era su pragmatismo, muy bien ejemplificado en la conquista de Britania, una empresa costosa que no quisieron eternizar mediante guerras constantes contra enemigos muy difíciles de domeñar. De hecho, a pesar de sus numerosas victorias sobre los pictos, los romanos decidieron no asumir el riesgo de una conquista que tal vez hubiera requerido una guarnición militar más amplia y probablemente más útil en otras zonas del Imperio. Solución: aislar a los pictos de los asentamientos más estables del sur con dos muros (en el año 138 el emperador Antonino mandó erigir otro más al norte, luego abandonado en beneficio del de Adriano) y, si era preciso, hacer incursiones puntuales de castigo sobre su territorio.


Pues bien, en las brumosas tierras escocesas, al norte del muro de Adriano, es donde tuvo lugar la (supuesta) desaparición de toda una legión romana, precisamente el eje argumental de Centurión. La historia arranca en el año 117, cuando un grupo de pictos asalta por sorpresa un campamento romano en plena noche. Toda la guarnición resulta aniquilada, salvo el centurión Quintus Dias (Michael Fassbender). Capturado por los pictos, el jefe Gorlacon (Ulrich Thomsen)  decide que sea sometido a una cacería despiadada antes de morir. Entretanto, el gobernador romano Agrícola (Paul Freeman) decide enviar a la veterana Legión IX Hispana a territorio picto con la misión de castigar a los bárbaros por sus continuas incursiones. El comandante de la legión, el carismático Tito Flavio Virilo (Dominic West), se introduce en tierras salvajes erizadas de bosques conducido por Etain (Olga Kurylenko), una joven picta que odia a los romanos desde el asesinato de su familia. El centurión Quintus Dias se encuentra con la legión en su huida hacia el sur  mientras sufre el acoso de tres guerreros de Gorlacon, y se une a Virilo. Demasiado tarde comprenden los romanos que la joven picta les ha introducido en un bosque donde los bárbaros han preparado una emboscada. Casi todos los legionarios son exterminados tras una lucha sangrienta y feroz. Virilo resulta preso mientras Dias y otros seis supervivientes tratan de acercarse al poblado picto con la intención de liberarlo. No sólo fracasan, sino que además matan al hijo del jefe picto. Muerto Virilo, Etain y un grupo de guerreros emprenden la persecución de los romanos antes de que puedan alcanzar la seguridad de su cuartel general…


No cuento más por si acaso algún amable internauta aún no ha visto la película. Aunque las críticas no fueron todo lo favorables que Marshall hubiera deseado, lo cierto es que Centurión resulta, cuando menos, simpática. Estamos ni más ni menos que ante una “película de romanos” o “péplum”, aquel género que hizo furor entre finales de los años 50 y mediados de los 60 del siglo pasado, y cuya resurrección se presumía feliz (al final menos de lo esperado) después del taquillazo de Gladiator en el año 2000. No estamos, empero, ante una superproducción de gran presupuesto, lo cual tiene la ventaja de librar a la película de las servidumbres de una producción costosa (un “peliculón” debe justificarse con grandes despliegues de decorados y grandes masas, elementos no siempre fáciles de integrar en la estructura narrativa de un filme). El reparto cumple con su cometido, el contexto histórico ha sido poco tratado en la pantalla, hay secuencias de enorme violencia y por un momento, durante poco menos de dos horas, podemos sentir en todo su esplendor esa capacidad única del cine para evocar escenarios del pasado. Ahora bien, ¿nos encontramos ante un filme verdaderamente histórico?


Quintus Dias corre por salvar su vida en los bosques de Escocia.

Veamos. La anécdota central del argumento, la desaparición de una legión romana en las tierras salvajes de Escocia, tiene más de leyenda que de auténtica Historia. Es más: posiblemente nunca sucedió tal desaparición, al menos en Britania. Los amantes de las leyendas más o menos fundamentadas gustan de decir que los autores romanos, guiados por la propaganda imperial, silenciaron a propósito el exterminio de toda una unidad militar en Caledonia antes que asumir la vergüenza de una derrota a manos de los bárbaros. Se sabe que el emperador Adriano envió a Britania a la Legión VI Victrix alrededor del año 120, quizás en sustitución de la IX. Pero ¿por qué esta sustitución? No se sabe. Este desconocimiento de los hechos, este vacío en las fuentes romanas avalaban en cierto modo la hipótesis de un final trágico para los legionarios de la IX, por no mencionar el hallazgo, en pleno siglo XX, de un águila de bronce en Silchester (Hampshire, Inglaterra), objeto que enseguida se relacionó con la legión de marras y que no hizo sino alimentar aún más una leyenda ya fuertemente consolidada merced a las divulgaciones del historiador británico Francis John Haverfield (1860-1919). Fascinada por este hallazgo, la escritora Rosemary Sutcliff (1920-1992) novelizó la desaparición de la Legión IX en Eagle of the Ninth (“El águila de la Novena legión”, en la traducción española publicada por Plataforma Editorial), título homónimo de un reciente filme dirigido por Kevin MacDonald sobre el que hablaremos en su momento. Sin embargo, ciertos testimonios epigráficos apuntan a que la Legión IX fue trasladada a la frontera germana en fecha imprecisa, y posteriormente estuvo destinada en Oriente. El hecho de que no aparezca registrada en una relación de legiones elaborada en época de Marco Aurelio parece confirmar su exterminio, quizás en Judea (durante el transcurso de la gran rebelión judía liderada por Simón Bar-Kokhba entre los años 132-135), o en Armenia frente a los partos (en torno al 161 ó 162). Sea como fuere, las vicisitudes de la Legión IX (una de las más curtidas y veteranas en las guerras contra los britanos) siguen inspirando la imaginación de mucha gente, y entiendo la fuerza evocadora que rezuma la imagen de 5.000 hombres perdiéndose en las brumas de Escocia para no regresar jamás. Como ya apuntó el maestro John Ford en la inmortal El hombre que mató a Liberty Valance: “Cuando los hechos se se convierten en leyenda, publica la leyenda”


Águila de bronce hallada en Silchester. Aunque se la relacionó con la Legión IX, muchos arqueólogos opinan que las águilas legionarias eran muy diferentes. Probablemente formaba parte de una estatua o de algún otro monumento romano.

Tampoco se corresponde con la realidad histórica el mal papel representado por el gobernador romano Julio Agrícola (con anacronismo incluido, ya que murió hacia el año 93 de nuestra era, casi cinco lustros antes de la referencia cronológica del filme), aquí el responsable del exterminio de la legión por su afán de obtener un éxito brillante que le sirva para regresar triunfalmente a Roma. El verdadero Agrícola, de quien se conserva una biografía más o menos idealizada escrita por su yerno, el historiador Tácito, era un administrador bastante cabal y un competente militar. Fue él quien derrotó a los pictos en la batalla del Monte Grampiano (año 84), uno de los pocos enfrentamientos en campo abierto habidos por aquellos pagos ya que los pictos, conscientes de la superioridad militar romana, prefirieron casi siempre la guerra de guerrillas.


Podríamos enumerar otros detalles discutibles, pero sería perder el tiempo porque no creo que la intención de Neil Marshall fuera dirigir una especie de tratado de Historia más o menos apañado, aunque se nota que la ambientación está más trabajada de lo habitual en el "péplum". Ante todo, estamos ante una película de aventuras, de persecuciones, venganza y odios ambientada en el siglo II de nuestra era, y juzgarla a partir de presupuestos más o menos eruditos sería injusto. Además, como una ojeada somera a la historicidad del cine ambientado en el mundo antiguo nos haría llorar, mejor será que no pidamos peras al olmo. Hasta películas catalogadas de “serias”, como La caída del Imperio romano (The Fall of the Roman Empire, 1964), de Anthony Mann, cuyo título, alardeaban sus responsables con cierto regusto cultural, estaba basado en el clásico estudio de Gibbon, se permitía el lujo de alterar el curso de los acontecimientos históricos conocidos. Sin embargo, la virtud o, por decirlo de otra manera, la pretensión historicista de esta película quedaba reflejado por la vía (indirecta, desde luego, pero esencial) de recrear el clima de la época en un afán por explicar las causas que siglos después conducirían al final del Imperio Romano. No era Historia en el sentido “académico” de la palabra, pero mostraba con honradez ciertas inquietudes intelectuales acerca de uno de los episodios históricos más importantes en el devenir de Europa.


Los soldados de la IX Hispana se internan en las peligrosas tierras caledonias. Llevan la coraza de placas (lorica segmentata), yelmos del llamado tipo "gálico" y pantalones, que se utilizaban para protegerse del clima frío y húmedo de Britania.

¿Hallamos ese tono, ese clima, en Centurión? Pues sí. En este caso, el director refleja muy bien el hastío de los romanos en aquella tierra fría, húmeda y hostil. Hagan lo que hagan, están condenados a fracasar ante unas gentes que nunca los aceptarán. Nadie quiere salir de los cuarteles más o menos seguros para sumergirse en medio de los bosques escoceses a sabiendas de que los pictos les acechan por todas partes esperando el momento de caer sobre ellos... Pensemos por un momento en las dificultades del Imperio para otorgar un marchamo de "romanidad" a comunidades en general poco dispuestas a tolerar imposiciones del exterior.  Aquí la romanización no alcanzó el nivel de la Hispania o de la Galia, y es posible que el carácter insular de Britania influyera para que sus habitantes no se sintieran "tan romanos" como los de las provincias continentales. Tal vez por eso los britanos no lamentaron en exceso la marcha de los romanos a principios del siglo V, empujados por las invasiones sajonas. Tampoco puede decirse que Britania fuera la "joya de la corona" para Roma. Los costes de su mantenimiento apenas se podían compensar con los minerales o los cereales producidos en la isla, de modo que su conservación pudo deberse más al orgullo que a una finalidad económica. Y en cuanto al aspecto militar, hasta 30.000 hombres, más una flota entera, estuvieron permanentemente encargados de custodiar a los ariscos britanos. Quizás el desencanto de los soldados tal como aparece en Centurión resulte algo exagerado (al fin y al cabo, en el cine muchas veces lo anecdótico adquiere rasgos maximalistas con el fin de ubicar la trama en una dimensión dramática fácilmente perceptible para el espectador), pero lo cierto es que, en general, destinos como Britania o Germania no gozaban de popularidad en el seno del ejército. El historiador Tácito expresó muy bien, a propósito de Germania, la mala impresión que se tenía en el mundo romano acerca de las tierras bárbaras: “Desde nuestro mundo son escasas las naves que se adentran en un océano inmenso y, por decirlo así, hostil. Además, aparte del peligro de un mar temible de desconocido, ¿quién va a dejar Asia, África o Italia para marchar a Germania, con un terreno difícil, un clima duro, triste de habitar y contemplar, si no es su patria?” (Germania, 5). Al clima poco atractivo se sumaba, sobre todo, la hostilidad de sus pobladores, el famoso furor de los bárbaros, ese carácter indómito y de amor por la guerra que les convertía en adversarios temibles.


Por consiguiente, en Centurión la atmósfera histórica se enmarca en los límites de lo bélico, de lo militar, de la lucha despiadada a vida o muerte, y por eso abunda en combates sangrientos: desmembraciones, cabezas rodando por doquier, sangre a raudales… Este despliegue de violencia (inadmisible en otras épocas: recuerden que la secuencia de Espartaco donde Kirk Douglas amputaba el brazo de un romano con un solo tajo de espada fue censurada en 1960) me recuerda, curiosamente, un relato corto del escritor norteamericano Robert Erwin Howard (1906-1936), el creador de Conan, ambientado precisamente en las guerras entre pictos y romanos: me refiero a  Hombres de las sombras, la historia de una expedición romana enviada más allá del muro de Adriano, a una tierra salvaje “atestada de bárbaros de otra era”. Exterminados todos los romanos combate tras combate, sólo cinco hombres lograban salvarse; cinco hombres dispuestos a abrirse camino por colinas salpicadas de sangre y vísceras para alcanzar la seguridad del muro de Adriano… ¿Verdad que les suena? En efecto, hay un parecido razonable entre Centurión y el relato de Howard, tal vez nada casual porque Hombres de las sombras pertenece a una saga, la del jefe picto Bran Mak Morn (un personaje inventado por Howard que pronto llegará también a las pantallas cinematográficas), muy conocida en el ámbito anglosajón[1].


No deja de ser curioso que un escritor estadounidense se interesara por las antiguas luchas entre pictos y romanos, componiendo en este caso un panegírico a la nobleza primitiva del bárbaro físicamente superior: al contrario que sus compañeros de raza, la constitución de Bran Mak Morn es atractiva, destila nobleza y prestancia; mientras que entre sus antagonistas romanos destaca por su imponente físico un mercenario germano (es decir, un individuo no latino). La propuesta de Howard estaba inmersa en la fascinación por la raza aria, la “raza superior”, tan común en muchos autores que han estudiado el choque entre romanos y bárbaros como un conflicto destinado a ser resuelto por las supuestas virtudes físicas y morales de los arios. Eso sí, los pictos descritos por Howard son seres con apariencia primitiva, casi simiesca, en contraposición con la tipología más “humana” propuesta por Neil Marshall. 


En Centurión, por lo menos, el director no cae en la tentación de exaltar lo “bárbaro” como símbolo de una pureza superior frente a la degeneración y rapacidad de los latinos. Muestra a unos pictos crueles, sí, pero no más que los invasores romanos contra los que luchan por preservar su independencia. El director no se pierde en elucubraciones sobre la cultura picta, pero se permite introducir un detalle con mayor criterio histórico de lo que podría parecer a simple vista: el protagonismo de la mujer guerrera, de la mujer en general, en el seno de aquellas sociedades del norte de Europa, bien atestiguado por los autores romanos en el caso de Britania (una mujer, Boudica, lideró en el año 61 una tremenda rebelión contra los romanos) y en el de Germania (la profetisa Veleda inspiró una revuelta en el año 69).

Olga Kurylenko interpreta a Etain, la indomable guerrera picta que perseguirá sin desmayo a los supervivientes de la Legión IX.
Quizás lo más interesante de Centurión resida en la sensación de desencanto transmitida por los personajes. Ni los pictos quieren allí a los romanos, ni éstos albergan otro deseo que marcharse. Es una historia de desesperanza más que de venganza, una historia de supervivencia más que de ideales, tan desvaída como esa fotografía de tonos fríos que expresa el escaso sentimiento humanitario de unos seres condenados a luchar. Lucha, por cierto, muy bien plasmada en la excelente batalla del bosque; un decorado y una circunstancia que remiten inevitablemente al paradigma de las guerras entre bárbaros y romanos: la batalla de Teutoburgo (año 9 d.C.), donde los romanos perdieron no una, sino tres legiones completas. Pero esa es otra historia.


¡Ah, se me olvidaba! No está claro si cabe atribuir la fundación de la Legión IX al general Pompeyo (en torno al año 65 a.C.), pero sabemos con absoluta certeza que combatió al lado de César en la Galia y que su título, “Hispana”, puede deberse a un más que probable origen en nuestro viejo solar ibérico. Ahí queda eso por lo que nos toca. ¡Hasta la vista, amigos!




[1]  El conjunto de relatos sobre Bran Mak Morn fueron publicados en 1969 bajo el título de Worms of the Earth (Kensington Publishing Corp., New York). La editorial Martínez Roca publicó en 1987 la versión española (Gusanos de la Tierra), con una excelente traducción a cargo de Albert Solé.