EL SEÑOR DE LA GUERRA (THE WAR LORD, 1965)
La fascinación por Bronwyn
Argumento: Normandía, siglo XI. El duque de Gante ha dado al caballero Chrysagon de la Cruz (Charlton Heston) un lejano feudo como premio a sus veinte años de servicio armado. Debe defender a sus siervos de los ataques y saqueos de los frisios, ser autoridad e imponer justicia. En esta tarea le ayudarán su fiel Bors (Richard Boone), su hermano Draco (Guy Stockwell) y una pequeña y selecta tropa. Se trata de un poblado insignificante, levantado entre marismas, apenas protegido por un torreón, donde su jefe, Odins el viejo (Niall MacGinnis), ha preservado los antiguos cultos druídicos. También vive allí un sacerdote cristiano, Godofredo de Bouillon (Maurice Evans), que con el tiempo ha aprendido a convivir entre paganos. En el torreón encuentran al anterior alcaide del lugar muerto en su cama. Desde el primer momento, Chrysagon advierte que una extraña atmósfera flota en aquel lugar pantanoso y poco atractivo. Tras un enfrentamiento con los frisios el mismo día de su llegada, a resultas del cual su halconero ha raptado al pequeño hijo del príncipe frisio, el caballero descubre un día a una bella campesina, Bronwyn (Rosemary Forsythe), de la que se enamora rápidamente. La joven se casa con Marc (James Farentino), pero Chrysagon hace valer su derecho como señor feudal para poseerla la noche de bodas de acuerdo con las normas paganas. Al intimar, ambos descubren que no deben separarse, que se aman más allá de las leyes ancestrales del lugar, de modo que el caballero se niega a devolverla al amanecer. Indignados, los campesinos urden una rebelión junto con el príncipe de los frisios, que ansía rescatar a su hijo, y Chrysagon debe organizar la defensa del torreón. Draco consigue la ayuda del duque y entre todos logran rechazar a los frisios, pero al mismo tiempo ha conspirado para ser nombrado nuevo señor en sustitución de su hermano. Pese a la jugarreta de Draco, Chrysagon está dispuesto a jurarle lealtad, pero entablan una feroz pelea a propósito de Bronwyn y Draco muere. Abatido, Chrysagon decide devolver el pequeño príncipe y acudir ante el duque para rendir cuentas de sus actos, no sin antes asegurarse de que su amada estará a salvo entre los agradecidos frisios. Marc, el marido despechado, le hiere de gravedad antes de que Bors lo empale contra la rama de un árbol, y Chrysagon se despide de Bronwyn diciéndole que algún día volverán a encontrarse. Luego, acompañado por Bors, parte hacia la corte del duque en busca de un destino incierto…
La imagen final de El señor de la guerra (ver ficha en IMDB), más melancólica que heroica, a tono con los acordes de la estupenda música de Jerome Moross, supuso un punto de ruptura con respecto al Medievo legendario que el Hollywood clásico había divulgado desde la época silente del cine hasta los años 50. Películas como Robín de los bosques (The Adventures of Robin Hood, 1938), de Michael Curtiz, o Ivanhoe (Ivanhoe, 1954), de Richard Thorpe, fijaron en el espectador un imaginario medieval completamente ahistórico pero lleno de atractivo: valientes caballeros cubiertos por pesadas armaduras luchando en vistosos torneos, espectaculares castillos, extensos bosques que lo mismo podían servir de refugio a simpáticos forajidos (Robin Hood) como prestarse a romances entre apuestos caballeros y bellas damas de piel inmaculada… Una Edad Media mutada en una suerte de Arcadia añorada, una época de juglares y leyendas, de nobles ideales y de irresistible romanticismo. Los motivos icónicos de este Medievo procedían de la idealización pictórica con que la escuela romántica del siglo XIX plasmó el aura mítica de la literatura medieval, ese mundo a caballo entre la historia y la leyenda de los cantares de gesta, Chrétien de Troyes o nuestro Cantar de Mio Cid. Ni que decir tiene que hablamos de un Medievo irreal, no de la época poliédrica y apasionante despreciada por los intelectuales renacentistas italianos que vieron ella un impasse, una etapa de absoluta mediocridad que durante mil años había ignorado la cultura del mundo clásico hasta su resurgimiento a partir del Quattrocento[1].
Plano general que muestra el torreón normando y parte del poblado celta. Chrysagon hará notar enseguida que el torreón carece de foso defensivo. |
No cabe duda de que esta ambiciosa reelaboración del Medievo hollywoodiense recibió influencias europeas, sobre todo de Ingmar Bergman, como bien se publicitó en España a raíz de su estreno en Madrid en febrero de 1966. Lean, si no, lo que figuraba en los programas de mano de la época, letras mayúsculas incluidas: “Emulando la gloriosa tradición de los films medievales de INGMAR BERGMAN. Una grandiosa creación de CHARLTON HESTON”. El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957) y El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960), las dos obras maestras del cineasta sueco, tuvieron la virtud de plantear cuestiones de carácter universal (el amor, la guerra, la religión) por medio de personajes medievales. Schaffner no quiso perderse en densidades metafísicas, pero tomó de Bergman algunas ideas generales, como el análisis introspectivo de los personajes y la pervivencia de ritos paganos en el Medievo cristiano. Ahora bien, a diferencia de Bergman, o incluso de otras tentativas “serias” de la época, como la británica Becket (Becket, 1964), de Peter Glenville, Schaffner no renunció al sentido de la épica inherente al cine estadounidense de todas las épocas[3].
Chrysagon halla a Bronwyn sumergida en las aguas de un lago. Su primer encuentro marcará la vida de ambos para siempre. |
Odins conduce a Bronwyn al lecho del señor feudal. Al fondo, Bors contempla la escena. |
Ajenos a lo que les rodea, Chrysagon y Bronwyn viven su idilio en la torre normanda. |
En rigor, no podemos catalogar de kolossal El señor de la guerra porque no tiene grandes decorados ni miríadas de extras ataviados con ropas de época. Se trata más bien de una producción de tipo medio-alto (cinco millones de dólares de la época), sin duda espectacular pero más interesada en el realismo que en la grandeza. La productora Universal intentó en todo momento que el presupuesto no se le fuera de las manos ante el temor de un fracaso comercial, pero dejó trabajar con el suficiente margen de libertad a los dos hombres que hicieron realidad El señor de la guerra: el productor Walter Seltzer y el actor Charlton Heston, este último encumbrado como estrella y decisivo para abordar un proyecto cuya realización fue confiada a un cineasta relativamente desconocido[4]. Junto a Heston, un reparto plagado de excelentes característicos: Richard Boone compuso un extraordinario Bors, Guy Stockwell aportó malicia al personaje del desequilibrado Draco, Maurice Evans encarnó al sacerdote católico con su eficacia habitual y un viejo conocido de Heston, Henry Wilcoxon, el actor inseparable de Cecil B. De Mille, interpretó al (innominado) príncipe frisio. La elección de la actriz que habría de interpretar a Bronwyn fue algo más problemática. Tras barajarse, entre otras, a la inglesa Julie Christie, ya en puertas de su legendaria creación de Lara para el Doctor Zhivago (1965), de David Lean, se escogió a una joven actriz casi desconocida, Rosemary Forsyth, de evocadora y etérea belleza… Todos ellos hicieron posible que las localizaciones californianas donde se rodó la película se transformaran durante el otoño del año 1964 en el Brabante medieval de Chrysagon de la Cruz y de Bronwyn.
Primer plano de Richard Boone en el papel de Bors. La cuidada iluminación lateral, dejando parte del rostro en penumbra, proporciona una expresiva sensación de relieve. |
Un viaje al siglo XI
Como decíamos, uno de los puntos fuertes de la película es su muy meritorio trabajo de reconstrucción histórica. Los normandos de Chrysagon carecen de la idealización caballeresca de otros filmes análogos (no hay bonitas armaduras ni caballos hermosamente enjaezados), pero su aspecto y su forma de proceder responden en general a lo que sabemos de ellos por medio del arte medieval y de las crónicas históricas. Tanto el diseño de vestuario como los elementos de atrezzo fueron realizados teniendo muy presente el tapiz de Bayeux (entre otras fuentes iconográficas), el retrato más extraordinario que se conoce acerca de los normandos y uno de los legados fundamentales del Medievo. Se trata de un gran lienzo compuesto por varias piezas donde se bordaron con gran sentido del detalle 58 escenas conmemorativas de la conquista de Inglaterra por el duque Guillermo de Normandía en 1066. Viene a ser un compendio único para conocer, como si de un documental se tratase (o un cómic, dada su estructuración en viñetas), cómo vestían o navegaban los normandos del siglo XI, cómo cultivaban las tierras, cuáles eran sus armas o sus monturas[5].
La excusa de esta minuciosa representación medieval me va a permitir plantear un par de preguntas de carácter general acerca de la representación cinematográfica de la Historia: ¿Esta preocupación por recrear con exactitud una etapa del pasado a partir de elementos externos, visibles, develadora de una manía perfeccionista, contribuye a divulgar mejor la Historia? ¿Ajustarse con fidelidad a la ambientación histórica puede suponer un lastre si se convierte en un fin en sí misma y no en un medio puesto al servicio de la progresión dramática? Un buen amigo mío me dijo un día que las películas históricas le agobiaban porque tanto amor al detalle, a la ambientación, le parecía cansino. Y añadió algo que no he olvidado: “A la mayoría de la gente no le importa saber si el uniforme de un soldado romano es verdadero o falso. La gente sólo quiere entretenerse y pasarlo bien”… Cuando en España se estrenó El Cid (1961, Anthony Mann), con Charlton Heston y Sofia Loren, numerosos críticos e historiadores se ensañaron con ella sin piedad: que cómo un americano podía interpretar a nuestro héroe medieval por excelencia, que dónde estaba el rigor exigido a una película asesorada nada menos que por don Ramón Menéndez Pidal, que si la Loren encarnaba a una Jimena demasiado guapa (¡!)… En fin, una polémica que Julián Marías, un enamorado del cine, observó con un punto de ironía desde su crónica semanal en la revista Gaceta Ilustrada: “Ya es sorprendente que se considere una película, que al fin y al cabo es un espectáculo, una diversión, como si fuera un tratado de historia o de arqueología”[6]. Campanadas a medianoche (1966) es una excelente película sobre la Edad Media a cargo de Orson Welles, una traslación lúcida y vigorosa del universo de Shakespeare a la gran pantalla, y sin embargo no contiene ese afán “arqueológico” al que aludía Julián Marías. Por el contrario, la reciente producción Templario (Ironclad, 2011), de Jonathan English, consigue trasladarnos visualmente al Medievo con cierta dignidad pero la narración es menos profunda, menos creíble. El señor de la guerra parte de una idea muy diferente pero igualmente válida, con la virtud de que su recreación de época no pretende ser un documental sobre Historia ni mucho menos una tesis historiográfica, sino tan sólo un medio de ambientar con enorme verosimilitud las vidas de unas personas que sentimos incardinadas de verdad en esa época. Que no es poco, dicho sea de paso.
La excusa de esta minuciosa representación medieval me va a permitir plantear un par de preguntas de carácter general acerca de la representación cinematográfica de la Historia: ¿Esta preocupación por recrear con exactitud una etapa del pasado a partir de elementos externos, visibles, develadora de una manía perfeccionista, contribuye a divulgar mejor la Historia? ¿Ajustarse con fidelidad a la ambientación histórica puede suponer un lastre si se convierte en un fin en sí misma y no en un medio puesto al servicio de la progresión dramática? Un buen amigo mío me dijo un día que las películas históricas le agobiaban porque tanto amor al detalle, a la ambientación, le parecía cansino. Y añadió algo que no he olvidado: “A la mayoría de la gente no le importa saber si el uniforme de un soldado romano es verdadero o falso. La gente sólo quiere entretenerse y pasarlo bien”… Cuando en España se estrenó El Cid (1961, Anthony Mann), con Charlton Heston y Sofia Loren, numerosos críticos e historiadores se ensañaron con ella sin piedad: que cómo un americano podía interpretar a nuestro héroe medieval por excelencia, que dónde estaba el rigor exigido a una película asesorada nada menos que por don Ramón Menéndez Pidal, que si la Loren encarnaba a una Jimena demasiado guapa (¡!)… En fin, una polémica que Julián Marías, un enamorado del cine, observó con un punto de ironía desde su crónica semanal en la revista Gaceta Ilustrada: “Ya es sorprendente que se considere una película, que al fin y al cabo es un espectáculo, una diversión, como si fuera un tratado de historia o de arqueología”[6]. Campanadas a medianoche (1966) es una excelente película sobre la Edad Media a cargo de Orson Welles, una traslación lúcida y vigorosa del universo de Shakespeare a la gran pantalla, y sin embargo no contiene ese afán “arqueológico” al que aludía Julián Marías. Por el contrario, la reciente producción Templario (Ironclad, 2011), de Jonathan English, consigue trasladarnos visualmente al Medievo con cierta dignidad pero la narración es menos profunda, menos creíble. El señor de la guerra parte de una idea muy diferente pero igualmente válida, con la virtud de que su recreación de época no pretende ser un documental sobre Historia ni mucho menos una tesis historiográfica, sino tan sólo un medio de ambientar con enorme verosimilitud las vidas de unas personas que sentimos incardinadas de verdad en esa época. Que no es poco, dicho sea de paso.
El argumento de mi amigo es irreprochable si limitamos nuestra afición cinéfila a su vertiente lúdica, pero si aspiramos a ver una película como un todo, como un conjunto de elementos diversos en permanente interconexión, entonces debemos conceder a ciertos detalles la consideración que se merecen. La película de Schaffner abunda en detalles (no sólo estéticos) que sirven para enmarcar en su justo contexto la forma de pensar y de actuar de sus personajes. En esencia, podemos resumirlos de la siguiente manera:
- No todos los soldados normandos llevan cota de malla, puesto que su precio sólo estaba al alcance de los nobles. Un torreón basta para defender un lugar tan insignificante. Su interior, austero, carente de lujos (la decoración consiste apenas en una pintura sobre tela que representa la tentación de Adán y Eva), revela que no estamos en una corte. No hay ventanas, sino estrechas aberturas (aspilleras) para facilitar el lanzamiento de flechas desde el interior.
- Los arqueros normandos emplean arcos sencillos ya que todavía no habían adoptado el arco largo inglés, mucho más eficiente y temible.
- Hasta donde era posible, los señores feudales nunca empleaban a sus vasallos como soldados, como queda ilustrado en la escena donde Chrysagon deniega a un campesino su solicitud de entrar en el ejército.
- El padre de Chrysagon fue prisionero de los frisios. El pago de un elevado rescate arruinó a la familia, de modo que Chrysagon hubo de ponerse al servicio del duque como guerrero con la esperanza de obtener una recompensa y un nuevo status. Raptar a alguien con la intención de pedir rescate fue una práctica muy extendida durante la Edad Media. Cuanto más poderoso o influyente fuera el personaje capturado, más dinero o acuerdos ventajosos se podían pedir. El rey inglés Ricardo Corazón de León, a su regreso de la tercera cruzada (1192), estuvo retenido como prisionero por el emperador Enrique VI de Alemania durante cerca de dos años antes de que su familia pudiera pagar un rescate.
- Normandía nació como un ducado autónomo en el seno del imperio carolingio en el siglo X. La figura del duque de Normandía actuaba de facto como un monarca, y solía tener a su servicio a nobles, señores de la guerra, a los que luego recompensaba con tierras para administrar y defender en su nombre. El feudalismo normando no se diferenciaba gran cosa del europeo, excepto, tal vez, en que la unión de intereses entre la nobleza y el duque evitó fricciones entre las partes y consolidó el poder militar de éste. El duque ficticio de la película obra de la misma manera que el verdadero duque de Normandía.
- Los frisios o frisones fueron citados por Tácito en su libro sobre la antigua Germania. Es posible que muchos de ellos desembarcaran en Inglaterra a lo largo del siglo V y aun posteriormente. En la película aparecen caracterizados al “estilo vikingo”, pero la historicidad de este episodio es más discutible aunque verosímil en cuanto a su funcionalidad narrativa.
- El poblado celta, el oppidum, está recreado con gran realismo y sentido del detalle (por ejemplo, parte de las viviendas son palafitos por hallarse en zona de marismas).
- La pervivencia de comunidades paganas en la Europa medieval cristiana está bien documentada: Carlomagno no terminó de convertir al cristianismo por la fuerza a los pueblos germanos de la Alemania septentrional hasta bien entrado el siglo VIII, entre ellos a sajones y frisios (en la película, por cierto, no se hace ninguna mención a la religiosidad frisia).
- El sustrato celta de la película se ajusta con bastante fidelidad a lo que los investigadores nos han revelado acerca de esta cultura: el druidismo, la utilización de símbolos vegetales, el uso de máscaras rituales en las nupcias de Marc y Bronwyn (nombres inequívocamente célticos), el culto al roble sagrado…
Más controvertido es el “derecho de pernada”, ese supuesto privilegio de los señores feudales según el cual podían poseer carnalmente a las esposas de sus vasallos la primera noche de bodas. Es uno de esos temas cuya pertenencia a la Edad Media damos por hecha, pero sobre el que no se conoce ningún testimonio histórico que lo avale como cierto. Hasta su denominación en latín, iu primae noctis, proviene de fecha tan tardía como el siglo XVIII. La película, al menos, intenta soslayar la discutida historicidad de esta costumbre tomándose la licencia de atribuirla a la comunidad celta, lo cual funciona muy bien en términos dramáticos ya que el dichoso derecho del señor será el desencadenante de los acontecimientos. Mel Gibson también aludió a esta costumbre en Braveheart (Braveheart, 1995).
Chrysagon en el salón de la torre. La decoración, austera, sin lujos, consiste en un telar sobre el que se ha representado la escena bíblica de la tentación de Adán y Eva. |
Por consiguiente, retomando el tema del valor intrínseco que pueda tener, o no, la ambientación histórica de una película, creo que El señor de la guerra constituye una buena prueba de que puede hacerse un trabajo riguroso sin tener que sacrificar por ello el entretenimiento exigido a toda película de carácter comercial (y esta lo es). Y lo curioso es que consigue transmitir credibilidad histórica describiendo hechos y personajes ficticios. Nunca hubo un Chrysagon de la Cruz defendiéndose de los frisios, pero pocas películas han reconstruido tan fielmente una torre de asalto como la que emplean éstos; tampoco hubo un enano halconero llamado Volc con ambiciones propias, pero en el tapiz de Bayeux aparece un tal Turold, un enano al servicio de las caballerizas del duque de Normandía. De acuerdo que el águila arpía o el halcón que porta Heston son aves exclusivamente americanas (especies desconocidas en la Europa de la época), pero a cambio el filme está atento a un matiz tan sorprendente como el de mezclar nombres de origen nórdico con otros más afrancesados para los normandos, lo cual denota un conocimiento exhaustivo acerca de la adopción normanda de la cultura y la lengua de los francos[7].
La fascinación por Bronwyn
La película está vertebrada alrededor de una serie de enfrentamientos duales a veces contenidos, sutiles, que en un momento dado estallan de forma virulenta: los siervos toleran el poder del señor (“Es nuestro señor, pero no nuestro amo”, dice al principio Odins) mientras se les deje vivir conforme a sus creencias; paganismo frente a cristianismo; ambición (Draco) frente a fidelidad (Chrysagon y su sincera lealtad al duque)… Schaffner consigue crear una atmósfera densa y sutilmente mágica en los exteriores donde viven los campesinos, y opresiva en el interior de ese torreón cuasi mutado en monumento funerario (allí encuentran muerto al anterior alcaide y allí tratan de aislarse los normandos de una comunidad que les resulta ajena).
Chrysagon y Draco pelean a muerte en la torre. El fin de Draco sumirá en la tristeza a su hermano. |
A Charlton Heston, según confesaría en sus muy interesantes y amenas memorias, lo que más le atraía de esta historia es que “no trataba de la caída de Roma ni de extras saqueando ciudades, ni reyes o personajes históricos. Sólo un caballero sin dinero que se ha pasado media vida sirviendo al duque de Normandía”[8]. Su composición recibió críticas desiguales. Muchos insistieron en que se le notaba desconcertado, como perdido en un papel tan poco "épico" como el de Chrysagon. Yo creo, por el contrario, que Heston transmitió con sobriedad y contención el propio desconcierto del personaje, un caballero de mentalidad algo tosca, aunque no exenta de nobleza (trata de ser justo y siente compasión por el niño frisio), que de pronto, llevado por un sentimiento desconocido para él, comienza a cuestionarse con lucidez toda una vida entregada a la guerra, sin otra mujer que su espada. Por este sentimiento perderá todo lo que tiene: los campesinos se rebelan contra él, mata a su hermano, el duque le ha vuelto la espalda… Si tuviera que retener algo de su interpretación me quedaría con dos cosas: sus cruces de mirada con Bors, intensos y sugerentes, y la imagen final de Chrysagon, malherido, tal vez al borde de la muerte, encaminándose a lomos de su caballo hacia la corte de ese duque convertido en figura demiúrgica, alguien a quien nunca vemos pero cuya presencia planea casi constantemente a lo largo de la película. Heston siempre se sintió orgulloso de su trabajo en esta película tan querida por él pero tan poco rentable en taquilla, como tampoco lo fueron las otras dos películas, superproducciones ambas, que estrenó en 1965: La historia más grande jamás contada (The Greatest Story Ever Told, George Stevens) y El tormento y el éxtasis (The Agony and the Ecstasy, Carol Reed). El tiempo la ha beneficiado, aunque me temo que para el público joven de hoy, acostumbrado al ritmo frenético del cine de acción actual, el clasicismo de El señor de la guerra le pueda parecer trasnochado y poco estimulante.
Chrysagon, herido de gravedad, parte a la corte del duque para responder de sus actos. Detrás, su fiel Bors. |
En Europa disfrutó de mayor predicamento que en Estados Unidos, y especialmente en España, donde el recuerdo de El señor de la guerra irá unido por siempre al ciclo literario que el poeta catalán Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) compuso en honor de Bronwyn, el personaje encarnado por Rosemary Forsyth. Hace ya mucho tiempo, más de veinte años, que tuve acceso a la obra de Cirlot mediante una cuidada y completa edición de Leopoldo Azancot[9], y aún hoy, como ayer, evocando la enorme belleza de sus versos, sigo planteándome la misma pregunta: ¿Qué misterioso resorte, qué innominado duende o musa inspiró a Cirlot la composición de una obra dedicada por entero a un personaje ficticio que conoció a través de una película?... No lo sé, y la verdad es que casi prefiero mantenerme en la ignorancia y quedarme con el disfrute de ese flujo poético que consigue transportarme al oscuro siglo XI para sentir el encantamiento de Bronwyn cuando surge de las aguas como una Venus pagana, medieval y eterna, unas imágenes bellísimas por las que siempre será recordada Rosemary Forsyth.
Alguien podría preguntarse, al hilo del entusiasmo que cautivó al poeta, si en verdad da tanto de sí la peripecia de esta doncella enamorada de un guerrero medieval metido ya en la madurez. La respuesta se halla contenida en la rica erudición del autor, en los simbolismos subyacentes de la película que tan bien supo desvelar a través de numerosos trabajos escritos y que trataré de sintetizar para ustedes:
- El nombre de Chrysagon proviene de la unión de los vocablos griegos chrysos, “dorado”, y agon, “lucha”, aunque se puede aplicar más ampliamente para “guerrero”, con lo que su significado se puede traducir por “guerrero dorado” o “guerrero de oro”. Su hermano se llama “Draco”, dragón (del griego drakon, “serpiente”). Se establece así una analogía entre la leyenda de San Jorge (Chrysagon) que mata al dragón (Draco).
- Las flores blancas de la corona nupcial de Bronwyn constituyen un símbolo celta de pureza.
- Los símbolos animales que rodean y protegen a Bronwyn (cuervos, ligados al don de la profecía y de la guerra en el mundo celta; jabalíes o cerdos, animales estrechamente relacionados con el bosque, como los druidas; las abejas, que simbolizan la sabiduría, la inmortalidad del alma y, a veces, el coraje y el ardor guerrero) hacen de ella “la diosa que preside la paz y la guerra, la personificación del lugar santo”.
- Bronwyn quizás esté inspirada, al menos en parte, en la Branwen, hija de Llyr (el Océano), de los Maleinogion o Mabinogion, cuentos mitológicos medievales de origen galés e impronta céltica[10].
El poeta catalán Juan Eduardo Cirlot (a la izquierda) escribió un singular ciclo poético en torno a Bronwyn, cuya imagen surgiendo de las aguas le sirvió de inspiración (a la derecha). |
Con Cirlot y su singular pasión por Bronwyn concluimos esta primera incursión en el mundo medieval a través del cine. Creo por ello que no hay mejor manera de despedir a Bronwyn y a Chrysagon de la Cruz que evocando algunos versos del poeta:
Bronwyn, mi corazón,
si nunca has existido eres posible
porque la realidad es muerte viva.
Bronwyn, mi corazón,
tócame con tu nada y con tu nunca.
•
No siendo estás aquí junto a mi centro
de hierros desatados,
de distancias dispersas como el humo.
No siendo eres tan mía como yo.
Más mía, pues tu luz sobre mi niebla
vive.
•
Es tu dorada luz, aire lejano
lo que viene a los verdes arrecifes.
Dame la mano, Bronwyn, alejémonos
del mar.
•
Tú vienes, Bronwyn, a llevarme lejos,
más allá de la niebla y la espiral
o de las negras olas del mar gris.
Rubia desamparada, tú te acercas
desnuda como el alma. Voy contigo
hacia la mansedumbre de la muerte.
•
Bronwyn, qué soledad bajo las nubes
alejándose.
Tu figura establece una certeza
donde nada es verdad.
Bronwyn, qué claridad sobre los prados húmedos.
[1] La filmografía sobre la Edad Media es tan extensa como apasionante, a la par que controvertida y creativa, dicho sea con todas las matizaciones imaginables. La película de hoy remite al cine estadounidense, pero no olvidemos, por citar a Europa, que el grueso del “cine medieval” tiene factura italiana, o la curiosidad que desde un punto de vista esencialmente estético pueden suscitar las aportaciones francesas (Éric Rohmer por ejemplo). No me resisto a decir, y a lamentar, que la contribución cinematográfica española en este terreno resulta pobre y escasa, aun cuando la riqueza multicultural, política e incluso bélica de nuestro tránsito por esa etapa que convencionalmente llamamos “Edad Media” no tiene parangón en Occidente. Queda pendiente para otro momento un análisis exhaustivo, con bibliografía de apoyo, sobre la diversidad de imágenes que el séptimo arte nos ha ofrecido (y sigue ofreciendo) sobre el Medievo.
[2] La película está basada en la obra teatral The Lovers (1955) escrita por Leslie Stevens. Muchas películas ambientadas en la Edad Media tienen un origen teatral, como El león en invierno (1968, Anthony Harvey) y, por supuesto, todas las cintas inspiradas en William Shakespeare.
[3] En Los vikingos (1958), de Richard Fleischer, se pudieron vislumbrar ya algunas diferencias con anteriores películas de Hollywood (mayor dosis de brutalidad, personajes antipáticos), manteniendo al mismo tiempo un halo de leyenda que le otorgaba una fuerza lírica excepcional.
[4] Franklin J. Schaffner pertenece a lo que se ha dado en llamar “generación televisiva”, realizadores que antes de dar el salto a la pantalla grande trabajaron en televisión. Aparte de Schaffner, merece la pena citar, entre otros, a Arthur Penn, Sidney Pollack y John Frankenheimer. La mayoría de estos realizadores comenzaron a distinguirse durante la década de 1960. Schaffner, que adquirió gran prestigio como director de montajes televisivos de obras teatrales (que se hacían en directo), y también como realizador de los discursos televisados del presidente Kennedy, debutó en el cine con Rosas perdidas (The Stripper, 1963). Su segunda película, The Best Man (1964), una historia sobre las interioridades e intrigas de la política estadounidense, le valió críticas positivas, pero tampoco alcanzó el éxito esperado. Con El planeta de los simios (Planet of the Apes, 1968) obtiene, por fin, el respaldo en taquilla. Patton (1970) le reportó un Oscar al mejor director, pero su otra incursión biográfica, en este caso sobre el último zar ruso en Nicolás y Alejandra (Nicholas and Alexandra, 1971), pese a estar rodada con grandes medios, no obtuvo el respaldo de crítica y público. Con Papillon (1973) vuelve a la senda del éxito, si bien a partir de ese momento comienza su declive. En 1987 hizo una nueva incursión en la Edad Media, Lionheart: The Children’s Cruzade, acerca de unos muchachos que deciden buscar a Ricardo Corazón de León en Palestina, pero pasó totalmente inadvertida.
[5] No ha sido posible, por ahora, determinar la autoría del Tapiz de Bayeux. Según la tradición, fue creado por Matilde, la esposa del duque Guillermo el Conquistador. La hipótesis más plausible apunta a Odón, arzobispo de Bayeux y hermanastro de Guillermo, como verdadero inspirador. Asimismo, se piensa que pudo confeccionarse en el sur de Inglaterra, quizás en Canterbury o Winchester, donde existían prestigiosos talleres de bordado. Fue expuesta por primera vez el 14 de julio de 1077 en la recién consagrada catedral de Bayeux. En realidad, no es un tapiz propiamente dicho ya que no está confeccionado en una sola pieza sino en nueve fragmentos desiguales. En total, la pieza mide cerca de 70 metros de largo por 50 centímetros de alto y su peso ronda los 350 kilos.
[6] Gaceta Ilustrada, 10 de noviembre de 1962.
[7] El vocablo “normando” proviene de nordmänner, “los hombres del Norte”, puesto que procedían de la península escandinava. Asentados en las tierras de lo que hoy se llama Normandía, supieron adoptar rápidamente la lengua, la cultura y la religión cristiana de sus vecinos, los francos. En la película dos caballeros de Chrysagon tienen nombres de raigambre nórdica (Tybald y Holbracht), mientras que otro, Rainault, procede de la lengua franca.
[8] Charlton Heston. Memorias. Ediciones B. Barcelona, 1997. (“In the Arena”. Simon & Schuster, New York, 1995.) También relata Heston que un muchacho intentó acceder repetidas veces al rodaje hasta que Schaffner se lo permitió. Aquel muchacho era un tal Steven Spielberg… ¿Les suena?
[9] Editora Nacional, Madrid, 1974. La editorial Siruela publicó una nueva edición en el año 2001 bajo el título de Bronwyn.
[10] La revista Poesía (nº 5-6, invierno 1979-1980) publicó a título póstumo un estudio de Cirlot sobre los símbolos celtas de la película. Asimismo, el poeta desarrolló en varias ocasiones este tema en su columna semanal del periódico La Vanguardia. Conviene recordar que Juan Eduardo Cirlot escribió un estudio sobre los símbolos que sigue siendo una obra de referencia en la actualidad: Diccionario de símbolos (varias ediciones desde 1958).