martes, 6 de diciembre de 2011

EL SEÑOR DE LA GUERRA (THE WAR LORD, 1965)


La fascinación por Bronwyn




Argumento: Normandía, siglo XI. El duque de Gante ha dado al caballero Chrysagon de la Cruz (Charlton Heston) un lejano feudo como premio a sus veinte años de servicio armado. Debe defender a sus siervos de los ataques y saqueos de los frisios, ser autoridad e imponer justicia. En esta tarea le ayudarán su fiel Bors (Richard Boone), su hermano Draco (Guy Stockwell) y una pequeña y selecta tropa. Se trata de un poblado insignificante, levantado entre marismas, apenas protegido por un torreón, donde su jefe, Odins el viejo (Niall MacGinnis), ha preservado los antiguos cultos druídicos. También vive allí un sacerdote cristiano, Godofredo de Bouillon (Maurice Evans), que con el tiempo ha aprendido a convivir entre paganos. En el torreón encuentran al anterior alcaide del lugar muerto en su cama. Desde el primer momento, Chrysagon advierte que una extraña atmósfera flota en aquel lugar pantanoso y poco atractivo. Tras un enfrentamiento con los frisios el mismo día de su llegada, a resultas del cual su halconero ha raptado al pequeño hijo del príncipe frisio, el caballero descubre un día a una bella campesina, Bronwyn (Rosemary Forsythe), de la que se enamora rápidamente. La joven se casa con Marc (James Farentino), pero Chrysagon hace valer su derecho como señor feudal para poseerla la noche de bodas de acuerdo con las normas paganas. Al intimar, ambos descubren que no deben separarse, que se aman más allá de las leyes ancestrales del lugar, de modo que el caballero se niega a devolverla al amanecer. Indignados, los campesinos urden una rebelión junto con el príncipe de los frisios, que ansía rescatar a su hijo, y Chrysagon debe organizar la defensa del torreón. Draco consigue la ayuda del duque y entre todos logran rechazar a los frisios, pero al mismo tiempo ha conspirado para ser nombrado nuevo señor en sustitución de su hermano. Pese a la jugarreta de Draco, Chrysagon está dispuesto a jurarle lealtad, pero entablan una feroz pelea a propósito de Bronwyn y Draco muere. Abatido, Chrysagon decide devolver el pequeño príncipe y acudir ante el duque para rendir cuentas de sus actos, no sin antes asegurarse de que su amada estará a salvo entre los agradecidos frisios. Marc, el marido despechado, le hiere de gravedad antes de que Bors lo empale contra la rama de un árbol, y Chrysagon se despide de Bronwyn diciéndole que algún día volverán a encontrarse. Luego, acompañado por Bors, parte hacia la corte del duque en busca de un destino incierto…

La imagen final de El señor de la guerra (ver ficha en IMDB), más melancólica que heroica, a tono con los acordes de la estupenda música de Jerome Moross, supuso un punto de ruptura con respecto al Medievo legendario que el Hollywood clásico había divulgado desde la época silente del cine hasta los años 50. Películas como Robín de los bosques (The Adventures of Robin Hood, 1938), de Michael Curtiz, o Ivanhoe (Ivanhoe, 1954), de Richard Thorpe, fijaron en el espectador un imaginario medieval completamente ahistórico pero lleno de atractivo: valientes caballeros cubiertos por pesadas armaduras luchando en vistosos torneos, espectaculares castillos, extensos bosques que lo mismo podían servir de refugio a simpáticos forajidos (Robin Hood) como prestarse a romances entre apuestos caballeros y bellas damas de piel inmaculada… Una Edad Media mutada en una suerte de Arcadia añorada, una época de juglares y leyendas, de nobles ideales y de irresistible romanticismo. Los motivos icónicos de este Medievo procedían de la idealización pictórica con que la escuela romántica del siglo XIX plasmó el aura mítica de la literatura medieval, ese mundo a caballo entre la historia y la leyenda de los cantares de gesta, Chrétien de Troyes o nuestro Cantar de Mio Cid. Ni que decir tiene que hablamos de un Medievo irreal, no de la época poliédrica y apasionante despreciada por los intelectuales renacentistas italianos que vieron ella un impasse, una etapa de absoluta mediocridad que durante mil años había ignorado la cultura del mundo clásico hasta su resurgimiento a partir del Quattrocento[1].

Plano general que muestra el torreón normando y parte del poblado celta. Chrysagon hará notar enseguida que el torreón carece de foso defensivo.
El director, Schaffner, se adentró en la Edad Media desde una posición complaciente y respetuosa con la ambientación histórica. El trabajo, en verdad apasionante, de la dirección artística de Henry Bumstead y Alexander Golitzen, bajo la supervisión de Vittorio Nino Novarese, no tuvo como referente la pintura decimonónica sino el propio arte medieval y la arqueología, con añadidos estéticos muy interesantes, como esos rostros en penumbra, iluminados de forma lateral para dar sensación de relieve (marca personal del operador Russell Metty); o el tratamiento nada estridente del color, con predominio de los tonos ocres, apagados y decadentes. Podríamos decir que nos encontramos ante una obra que pretende suprimir la mistificación e insuflar al tratamiento de la temática medieval una profundidad más sustanciosa en términos históricos[2].
No cabe duda de que esta ambiciosa reelaboración del Medievo hollywoodiense recibió influencias europeas, sobre todo de Ingmar Bergman, como bien se publicitó en España a raíz de su estreno en Madrid en febrero de 1966. Lean, si no, lo que figuraba en los programas de mano de la época, letras mayúsculas incluidas: “Emulando la gloriosa tradición de los films medievales de INGMAR BERGMAN. Una grandiosa creación de CHARLTON HESTON”. El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957) y El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960), las dos obras maestras del cineasta sueco, tuvieron la virtud de plantear cuestiones de carácter universal (el amor, la guerra, la religión) por medio de personajes medievales. Schaffner no quiso perderse en densidades metafísicas, pero tomó de Bergman algunas ideas generales, como el análisis introspectivo de los personajes y la pervivencia de ritos paganos en el Medievo cristiano. Ahora bien, a diferencia de Bergman, o incluso de otras tentativas “serias” de la época, como la británica Becket (Becket, 1964), de Peter Glenville, Schaffner no renunció al sentido de la épica inherente al cine estadounidense de todas las épocas[3].


Chrysagon halla a Bronwyn sumergida en las aguas de un lago. Su primer encuentro marcará la vida de ambos para siempre.

Odins conduce a Bronwyn al lecho del señor feudal. Al fondo, Bors contempla la escena.


Ajenos a lo que les rodea, Chrysagon y Bronwyn viven su idilio en la torre normanda.
La película surge cuando el cine estadounidense reiventaba el kolossal, el superespectáculo de corte histórico definido por los grandes presupuestos y la espectacularidad de la pantalla gigante. Con el maestro David Lean a la cabeza, los realizadores buscaban la excelencia en las superproducciones aunando la vertiente espectacular con el rigor de la ambientación histórica y un tratamiento más reflexivo, más “intelectualizado” de los temas y los personajes elegidos. En este sentido, que el Espartaco (Spartacus, 1960) de Kubrick fuera presentado como la “epopeya inteligente para el hombre inteligente” dice mucho sobre las pretensiones del cine colosalista americano de los 60 (pretensiones no siempre cumplidas, dicho sea de paso). En algunos casos esta "madurez" trajo consigo una relativa austeridad narrativa, como en el filme de John Huston La Biblia (The Bible: In the Beginning..., 1966) una superproducción de enfoque e intenciones muy diferentes al glamour de las apasionadas cintas bíblicas de Cecil B. De Mille, el maestro indiscutible del cine concebido como gran espectáculo.
En rigor, no podemos catalogar de kolossal El señor de la guerra porque no tiene grandes decorados ni miríadas de extras ataviados con ropas de época. Se trata más bien de una producción de tipo medio-alto (cinco millones de dólares de la época), sin duda espectacular pero más interesada en el realismo que en la grandeza. La productora Universal intentó en todo momento que el presupuesto no se le fuera de las manos ante el temor de un fracaso comercial, pero dejó trabajar con el suficiente margen de libertad a los dos hombres que hicieron realidad El señor de la guerra: el productor Walter Seltzer y el actor Charlton Heston, este último encumbrado como estrella y decisivo para abordar un proyecto cuya realización fue confiada a un cineasta relativamente desconocido[4]. Junto a Heston, un reparto plagado de excelentes característicos: Richard Boone compuso un extraordinario Bors, Guy Stockwell aportó malicia al personaje del desequilibrado Draco, Maurice Evans encarnó al sacerdote católico con su eficacia habitual y un viejo conocido de Heston, Henry Wilcoxon, el actor inseparable de Cecil B. De Mille, interpretó al (innominado) príncipe frisio. La elección de la actriz que habría de interpretar a Bronwyn fue algo más problemática. Tras barajarse, entre otras, a la inglesa Julie Christie, ya en puertas de su legendaria creación de Lara para el Doctor Zhivago (1965), de David Lean, se escogió a una joven actriz casi desconocida, Rosemary Forsyth, de evocadora y etérea belleza… Todos ellos hicieron posible que las localizaciones californianas donde se rodó la película se transformaran durante el otoño del año 1964 en el Brabante medieval de Chrysagon de la Cruz y de Bronwyn.

Primer plano de Richard Boone en el papel de Bors. La cuidada iluminación lateral, dejando parte del rostro en penumbra, proporciona una expresiva sensación de relieve.

Un viaje al siglo XI
Como decíamos, uno de los puntos fuertes de la película es su muy meritorio trabajo de reconstrucción histórica. Los normandos de Chrysagon carecen de la idealización caballeresca de otros filmes análogos (no hay bonitas armaduras ni caballos hermosamente enjaezados), pero su aspecto y su forma de proceder responden en general a lo que sabemos de ellos por medio del arte medieval y de las crónicas históricas. Tanto el diseño de vestuario como los elementos de atrezzo fueron realizados teniendo muy presente el tapiz de Bayeux (entre otras fuentes iconográficas), el retrato más extraordinario que se conoce acerca de los normandos y uno de los legados fundamentales del Medievo. Se trata de  un gran lienzo compuesto por varias piezas donde se bordaron con gran sentido del detalle 58 escenas conmemorativas de la conquista de Inglaterra por el duque Guillermo de Normandía en 1066. Viene a ser un compendio único para conocer, como si de un documental se tratase (o un cómic,  dada su estructuración en viñetas), cómo vestían o navegaban los normandos del siglo XI, cómo cultivaban las tierras, cuáles eran sus armas o sus monturas[5].


Dos escenas del tapiz de Bayeux que ilustran algunos de los modelos de peinado que solían lucir los normandos. A la izquierda se aprecia el corte “a la taza” (el elegido para Charlton Heston), mientras que las figuras de la derecha tienen rapada la parte posterior de la cabeza. 


La silla de montar del caballo de Chrysagon es una reproducción bastante fiel de las cabalgaduras normandas, también representadas en el tapiz. Dichas sillas proporcionaban gran estabilidad a los jinetes y les permitía volverse con agilidad sin temor a posibles caídas.


Los cascos de los soldados normandos solían ser por lo común de forma cónica, hechos a partir de una o varias piezas de hierro, y una sólida protección nasal. En el fotograma de la película puede verse, al fondo a la derecha, un escudo en forma de “cometa”, habitual entre la soldadesca normanda hasta comienzos del siglo XIII. Un soldado porta asimismo una ballesta, arma que paulatinamente iría sustituyendo al arco. 


El casco de Chrysagon de la Cruz pertenece al llamado “tipo frigio”. En esta reproducción de una biblia ilustrada del siglo XII vemos que el segundo soldado por la izquierda lleva un casco de ese tipo.


Caballeros normandos con dos tipos de maza, arma muy empleada en la Antigüedad aunque muy rara entre los ejércitos romanos y griegos. Sin embargo, durante la Edad Media su uso volvió a ser frecuente y muy perfeccionado, con preponderancia de la maza metálica sobre la de madera. En el fotograma, Bors (Richard Boone) golpea a un guerrero frisio con una maza de madera.
La excusa de esta minuciosa representación medieval me va a  permitir plantear un par de preguntas de carácter general acerca de la representación cinematográfica de la Historia: ¿Esta preocupación por recrear con exactitud una etapa del pasado a partir de elementos externos, visibles, develadora de una manía perfeccionista, contribuye a divulgar mejor la Historia? ¿Ajustarse con fidelidad a la ambientación histórica puede suponer un lastre si se convierte en un fin en sí misma y no en un medio puesto al servicio de la progresión dramática? Un buen amigo mío me dijo un día que las películas históricas le agobiaban porque tanto amor al detalle, a la ambientación, le parecía cansino. Y añadió algo que no he olvidado: “A la mayoría de la gente no le importa saber si el uniforme de un soldado romano es verdadero o falso. La gente sólo quiere entretenerse y pasarlo bien”… Cuando en España se estrenó El Cid (1961, Anthony Mann), con Charlton Heston y Sofia Loren, numerosos críticos e historiadores se ensañaron con ella sin piedad: que cómo un americano podía interpretar a nuestro héroe medieval por excelencia, que dónde estaba el rigor exigido a una película asesorada nada menos que por don Ramón Menéndez Pidal, que si la Loren encarnaba a una Jimena demasiado guapa (¡!)… En fin, una polémica que Julián Marías, un enamorado del cine, observó con un punto de ironía desde su crónica semanal en la revista Gaceta Ilustrada: “Ya es sorprendente que se considere una película, que al fin y al cabo es un espectáculo, una diversión, como si fuera un tratado de historia o de arqueología”[6]. Campanadas a medianoche (1966) es una excelente película sobre la Edad Media a cargo de Orson Welles, una traslación lúcida y vigorosa del universo de Shakespeare a la gran pantalla, y sin embargo no contiene ese afán “arqueológico” al que aludía Julián Marías. Por el contrario, la reciente producción Templario (Ironclad, 2011), de Jonathan English, consigue trasladarnos visualmente al Medievo con cierta dignidad pero la narración es menos profunda, menos creíble. El señor de la guerra parte de una idea muy diferente pero igualmente válida, con la virtud de que su recreación de época no pretende ser un documental sobre Historia ni mucho menos una tesis historiográfica, sino tan sólo un medio de ambientar con enorme verosimilitud las vidas de unas personas que sentimos incardinadas de verdad en esa época. Que no es poco, dicho sea de paso.
El argumento de mi amigo es irreprochable si limitamos nuestra afición cinéfila a su vertiente lúdica, pero si aspiramos a ver una película como un todo, como un conjunto de elementos diversos en permanente interconexión, entonces debemos conceder a ciertos detalles la consideración que se merecen. La película de Schaffner abunda en detalles (no sólo estéticos) que sirven para enmarcar en su justo contexto la forma de pensar y de actuar de sus personajes. En esencia, podemos resumirlos de la siguiente manera:    
  • No todos los soldados normandos llevan cota de malla, puesto que su precio sólo estaba al alcance de los nobles. Un torreón basta para defender un lugar tan insignificante. Su interior, austero, carente de lujos (la decoración consiste apenas en una pintura sobre tela que representa la tentación de Adán y Eva), revela que no estamos en una corte. No hay ventanas, sino estrechas aberturas (aspilleras) para facilitar el lanzamiento de flechas desde el interior.
  • Los arqueros normandos emplean arcos sencillos ya que todavía no habían adoptado el arco largo inglés, mucho más eficiente y temible.
  • Hasta donde era posible, los señores feudales nunca empleaban a sus vasallos como soldados, como queda ilustrado en la escena donde Chrysagon deniega a un campesino su solicitud de entrar en el ejército.
  • El padre de Chrysagon fue prisionero de los frisios. El pago de un elevado rescate arruinó a la familia, de modo que Chrysagon hubo de ponerse al servicio del duque como guerrero con la esperanza de obtener una recompensa y un  nuevo status. Raptar a alguien con la intención de pedir rescate fue una práctica muy extendida durante la Edad Media. Cuanto más poderoso o influyente fuera el personaje capturado, más dinero o acuerdos ventajosos se podían pedir. El rey inglés Ricardo Corazón de León, a su regreso de la tercera cruzada (1192), estuvo retenido como prisionero por el emperador Enrique VI de Alemania durante cerca de dos años antes de que su familia pudiera pagar un rescate.
  • Normandía nació como un ducado autónomo en el seno del imperio carolingio en el siglo X. La figura del duque de Normandía actuaba de facto como un monarca, y solía tener a su servicio a nobles, señores de la guerra, a los que luego recompensaba con tierras para administrar y defender en su nombre. El feudalismo normando no se diferenciaba gran cosa del europeo, excepto, tal vez, en que la unión de intereses entre la nobleza y el duque evitó fricciones entre las partes y consolidó el poder militar de éste. El duque ficticio de la película obra de la misma manera que el verdadero duque de Normandía.
  • Los frisios o frisones fueron citados por Tácito en su libro sobre la antigua Germania. Es posible que muchos de ellos desembarcaran en Inglaterra a lo largo del siglo V y aun posteriormente. En la película aparecen caracterizados al “estilo vikingo”, pero la historicidad de este episodio es más discutible aunque verosímil en cuanto a su funcionalidad narrativa.
  • El poblado celta, el oppidum, está recreado con gran realismo y sentido del detalle (por ejemplo, parte de las viviendas son palafitos por hallarse en zona de marismas).
  • La pervivencia de comunidades paganas en la Europa medieval cristiana está bien documentada: Carlomagno no terminó de convertir al cristianismo por la fuerza a los pueblos germanos de la Alemania septentrional hasta bien entrado el siglo VIII, entre ellos a sajones y frisios (en la película, por cierto, no se hace ninguna mención a la religiosidad frisia).
  • El sustrato celta de la película se ajusta con bastante fidelidad a lo que los investigadores nos han revelado acerca de esta cultura: el druidismo, la utilización de símbolos vegetales, el uso de máscaras rituales en las nupcias de Marc y Bronwyn (nombres inequívocamente célticos), el culto al roble sagrado…

Más controvertido es el “derecho de pernada”, ese supuesto privilegio de los señores feudales según el cual podían poseer carnalmente a las esposas de sus vasallos la primera noche de bodas. Es uno de esos temas cuya pertenencia a la Edad Media damos por hecha, pero sobre el que no se conoce ningún testimonio histórico que lo avale como cierto. Hasta su denominación en latín, iu primae noctis, proviene de fecha tan tardía como el siglo XVIII. La película, al menos, intenta soslayar la discutida historicidad de esta costumbre tomándose la licencia de atribuirla a la comunidad celta, lo cual funciona muy bien en términos dramáticos ya que el dichoso derecho del señor será el desencadenante de los acontecimientos. Mel Gibson también aludió a esta costumbre en Braveheart (Braveheart, 1995).

Chrysagon en el salón de la torre. La decoración, austera, sin lujos, consiste en un telar sobre el que se ha representado la escena bíblica de la tentación de Adán y Eva.

Los normandos se defienden de los asaltos frisios. Emplean arcos sencillos, pero pronto adoptarían el arco largo inglés, un arma que adquiriría gran protagonismo contra la caballería pesada en las batallas de Crezy (1346) y Agincourt (1415). Obsérvese el detalle del esfuerzo que realiza Chrysagon para arrojar la lanza.

No se conocen muchos detalles sobre la forma de guerrear o de vestir de los frisios. Es muy probable, sin embargo, que su arte de la guerra no se distinguiera gran cosa del de otros pueblos germánicos. El filme opta por inspirarse en los guerreros vikingos para caracterizar a los frisios. Llevan escudos redondos, espadas y emplean hachas con profusión. A la derecha, la torre de asalto que utilizarán contra los normandos.

Pueden encontrarse grandes similitudes tanto en el rostro tallado en el árbol sagrado como en las máscaras en forma de cabeza de ciervo  con algunos motivos del caldero de Gundestrup (imágenes de abajo), un objeto hallado en Dinamarca el año 1891 y fechado en torno al siglo II de nuestra era. Aunque todavía existe cierta controversia sobre su verdadera identidad, se suele aceptar que procede de la cultura celta del norte de Europa.
Por consiguiente, retomando el tema del valor intrínseco que pueda tener, o no, la ambientación histórica de una película, creo que El señor de la guerra constituye una buena prueba de que puede hacerse un trabajo riguroso sin tener que sacrificar por ello el entretenimiento exigido a toda película de carácter comercial (y esta lo es). Y lo curioso es que consigue transmitir credibilidad histórica describiendo hechos y personajes ficticios. Nunca hubo un Chrysagon de la Cruz defendiéndose de los frisios, pero pocas películas han reconstruido tan fielmente una torre de asalto como la que emplean éstos; tampoco hubo un enano halconero llamado Volc con ambiciones propias, pero en el tapiz de Bayeux aparece un tal Turold, un enano al servicio de las caballerizas del duque de Normandía. De acuerdo que el águila arpía o el halcón que porta Heston son aves exclusivamente americanas (especies desconocidas en la Europa de la época), pero a cambio el filme está atento a un matiz tan sorprendente como el de mezclar nombres de origen nórdico con otros más afrancesados para los normandos, lo cual denota un conocimiento exhaustivo acerca de la adopción normanda de la cultura y la lengua de los francos[7].

La fascinación por Bronwyn
La película está vertebrada alrededor de una serie de enfrentamientos duales a veces contenidos, sutiles, que en un momento dado estallan de forma virulenta: los siervos toleran el poder del señor (“Es nuestro señor, pero no nuestro amo”, dice al principio Odins) mientras se les deje vivir conforme a sus creencias; paganismo frente a cristianismo; ambición (Draco) frente a fidelidad (Chrysagon y su sincera lealtad al duque)… Schaffner consigue crear una atmósfera densa y sutilmente mágica en los exteriores donde viven los campesinos, y opresiva en el interior de ese torreón cuasi mutado en monumento funerario (allí encuentran muerto al anterior alcaide y allí tratan de aislarse los normandos de una comunidad que les resulta ajena). 


Chrysagon y Draco pelean a muerte en la torre. El fin de Draco sumirá en la tristeza a su hermano.
Con estos ingredientes se cocinó esta historia de amor imposible entre un guerrero normando y una campesina que vive casi en el confín del mundo, entre pantanos y marismas. Un lugar remoto al que Chrysagon accede como si se adentrara en otra era, un mundo que no comprende pero cuya custodia le corresponde a él. Un mundo habitado por seres anclados en las antiguas creencias druídicas, adoradores del árbol y de la piedra; gentes pacíficas que aceptan al señor en tanto les proteja de los frisios, y a quien pueden tolerar abusos e injusticias pero jamás que viole su cultura o sus leyes. Los normandos tienen enseguida la sensación, inquietante por incomprensible, de que en torno al árbol sagrado se percibe una magia especial, un hálito de vida que hasta el cura ha terminado por asumir en su forma más simple (utiliza un cíngulo vegetal que se apresura a ocultar cuando encuentra a Chrysagon). Y será en este mundo cargado de una sensualidad quizás determinada por el culto de sus gentes a la tierra como ente vivo y sagrado, donde Chrysagon encontrará finalmente a Bronwyn. Y digo "finalmente" porque con la joven celta se cierra el epílogo en la vida de este caballero de modales toscos y sentimientos reprimidos. De hecho, su llegada a las marismas en pleno otoño simboliza la otoñez de su vida, su propio e inevitable ocaso.
A Charlton Heston, según confesaría en sus muy interesantes y amenas memorias, lo que más le atraía de esta historia es que “no trataba de la caída de Roma ni de extras saqueando ciudades, ni reyes o personajes históricos. Sólo un caballero sin dinero que se ha pasado media vida sirviendo al duque de Normandía”[8]. Su composición recibió críticas desiguales. Muchos insistieron en que se le notaba desconcertado, como perdido en un papel tan poco "épico" como el de Chrysagon. Yo creo, por el contrario, que Heston transmitió con sobriedad y contención el propio desconcierto del personaje, un caballero de mentalidad algo tosca, aunque no exenta de nobleza (trata de ser justo y siente compasión por el niño frisio), que de pronto, llevado por un sentimiento desconocido para él, comienza a cuestionarse con lucidez toda una vida entregada a la guerra, sin otra mujer que su espada. Por este sentimiento perderá todo lo que tiene: los campesinos se rebelan contra él, mata a su hermano, el duque le ha vuelto la espalda… Si tuviera que retener algo de su interpretación me quedaría con dos cosas: sus cruces de mirada con Bors, intensos y sugerentes, y la imagen final de Chrysagon, malherido, tal vez al borde de la muerte, encaminándose a lomos de su caballo hacia la corte de ese duque convertido en figura demiúrgica, alguien a quien nunca vemos pero cuya presencia planea casi constantemente a lo largo de la película. Heston siempre se sintió orgulloso de su trabajo en esta película tan querida por él pero tan poco rentable en taquilla, como tampoco lo fueron las otras dos películas, superproducciones ambas, que estrenó en 1965: La historia más grande jamás contada (The Greatest Story Ever Told, George Stevens) y El tormento y el éxtasis (The Agony and the Ecstasy, Carol Reed). El tiempo la ha beneficiado, aunque me temo que para el público joven de hoy, acostumbrado al ritmo frenético del cine de acción actual, el clasicismo de El señor de la guerra le pueda parecer trasnochado y poco estimulante.


Chrysagon, herido de gravedad, parte a la corte del duque para responder de sus actos. Detrás, su fiel Bors. 
Dicen que con otro director, tipo William Wyler por ejemplo, se hubiera hecho una película mucho más vigorosa, pero a mí no me convence este argumento. Schaffner hizo un trabajo muy competente, dirigió bien a los actores y supo coordinar a la perfección el magnífico equipo que la Universal puso a su disposición. Hizo lo que tenía que hacer con una historia limitada en lo épico, a veces opresiva, fatalista, dotada de una extraña poesía dramática. Más que en el trabajo del director habría que encontrar en la idiosincrasia del filme las razones de su mediocre acogida. En contrapartida por este revés, tanto Schaffner como Heston se resarcirían con un éxito a lo grande tres años después. Aunque, eso sí, para conseguirlo hubieron de saltar desde la Edad Media hasta el legendario El planeta de los simios (Planet of the Apes, 1968), un clásico entre los clásicos de la ciencia-ficción.
En Europa disfrutó de mayor predicamento que en Estados Unidos, y especialmente en España, donde el recuerdo de El señor de la guerra irá unido por siempre al ciclo literario que el poeta catalán Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) compuso en honor de Bronwyn, el personaje encarnado por Rosemary Forsyth. Hace ya mucho tiempo, más de veinte años, que tuve acceso a la obra de Cirlot mediante una cuidada y completa edición de Leopoldo Azancot[9], y aún hoy, como ayer, evocando la enorme belleza de sus versos, sigo planteándome la misma pregunta: ¿Qué misterioso resorte, qué innominado duende o musa inspiró a Cirlot la composición de una obra dedicada por entero a un personaje ficticio que conoció a través de una película?... No lo sé, y la verdad es que casi prefiero mantenerme en la ignorancia y quedarme con el disfrute de ese flujo poético que consigue transportarme al oscuro siglo XI para sentir el encantamiento de Bronwyn cuando surge de las aguas como una Venus pagana, medieval y eterna, unas imágenes bellísimas por las que siempre será recordada Rosemary Forsyth.
Alguien podría preguntarse, al hilo del entusiasmo que cautivó al poeta, si en verdad da tanto de sí la peripecia de esta doncella enamorada de un guerrero medieval metido ya en la madurez. La respuesta se halla contenida en la rica erudición del autor, en los simbolismos subyacentes de la película que tan bien supo desvelar a través de numerosos trabajos escritos y que trataré de sintetizar para ustedes:
  • El nombre de Chrysagon proviene de la unión de los vocablos griegos chrysos, “dorado”, y agon, “lucha”, aunque se puede aplicar más ampliamente para “guerrero”, con lo que su significado se puede traducir por “guerrero dorado” o “guerrero de oro”. Su hermano se llama “Draco”, dragón (del griego drakon, “serpiente”). Se establece así una analogía entre la leyenda de San Jorge (Chrysagon) que mata al dragón (Draco).
  • Las flores blancas de la corona nupcial de Bronwyn constituyen un símbolo celta de pureza.
  • Los símbolos animales que rodean y protegen a Bronwyn (cuervos, ligados al don de la profecía y de la guerra en el mundo celta; jabalíes o cerdos, animales estrechamente relacionados con el bosque, como los druidas; las abejas, que simbolizan la sabiduría, la inmortalidad del alma y, a veces, el coraje y el ardor guerrero) hacen de ella “la diosa que preside la paz y la guerra, la personificación del lugar santo”.
  • Bronwyn quizás esté inspirada, al menos en parte, en la Branwen, hija de Llyr (el Océano), de los Maleinogion o Mabinogion, cuentos mitológicos medievales de origen galés e impronta céltica[10].

El poeta catalán Juan Eduardo Cirlot (a la izquierda) escribió un singular ciclo poético en torno a Bronwyn, cuya imagen surgiendo de las aguas  le sirvió de inspiración (a la derecha).
Con Cirlot y su singular pasión por Bronwyn concluimos esta primera incursión en el mundo medieval a través del cine. Creo por ello que no hay mejor manera de despedir a Bronwyn y a Chrysagon de la Cruz que evocando algunos versos del poeta:

                        Bronwyn, mi corazón,
                        si nunca has existido eres posible
                        porque la realidad es muerte viva.

                        Bronwyn, mi corazón,
                        tócame con tu nada y con tu nunca.


                        No siendo estás aquí junto a mi centro
                        de hierros desatados,
                        de distancias dispersas como el humo.

                        No siendo eres tan mía como yo.
                        Más mía, pues tu luz sobre mi niebla
                        vive.


                        Es tu dorada luz, aire lejano
                        lo que viene a los verdes arrecifes.

                        Dame la mano, Bronwyn, alejémonos
                        del mar.


                        Tú vienes, Bronwyn, a llevarme lejos,
                        más allá de la niebla y la espiral
                        o de las negras olas del mar gris.

                        Rubia desamparada, tú te acercas
                        desnuda como el alma. Voy contigo
                        hacia la mansedumbre de la muerte.


                        Bronwyn, qué soledad bajo las nubes
                        alejándose.

                        Tu figura establece una certeza
                        donde nada es verdad.

                        Bronwyn, qué claridad sobre los prados húmedos.




[1] La filmografía sobre la Edad Media es tan extensa como apasionante, a la par que controvertida y creativa, dicho sea con todas las matizaciones imaginables. La película de hoy remite al cine estadounidense, pero no olvidemos, por citar a Europa, que el grueso del “cine medieval” tiene factura italiana, o la curiosidad que desde un punto de vista esencialmente estético pueden suscitar las aportaciones francesas (Éric Rohmer por ejemplo). No me resisto a decir, y a lamentar, que la contribución cinematográfica española en este terreno resulta pobre y escasa, aun cuando la riqueza multicultural, política e incluso bélica de nuestro tránsito por esa etapa que convencionalmente llamamos “Edad Media” no tiene parangón en Occidente. Queda pendiente para otro momento un análisis exhaustivo, con bibliografía de apoyo, sobre la diversidad de imágenes que el séptimo arte nos ha ofrecido (y sigue ofreciendo) sobre el Medievo.
[2] La película está basada en la obra teatral The Lovers (1955) escrita por Leslie Stevens. Muchas películas ambientadas en la Edad Media tienen un origen teatral, como El león en invierno (1968, Anthony Harvey) y, por supuesto, todas las cintas inspiradas en William Shakespeare.
[3] En Los vikingos (1958), de Richard Fleischer, se pudieron vislumbrar ya algunas diferencias con anteriores películas de Hollywood (mayor dosis de brutalidad, personajes antipáticos), manteniendo al mismo tiempo un halo de leyenda que le otorgaba una fuerza lírica excepcional.
[4] Franklin J. Schaffner pertenece a lo que se ha dado en llamar “generación televisiva”, realizadores que antes de dar el salto a la pantalla grande trabajaron en televisión. Aparte de Schaffner, merece la pena citar, entre otros, a Arthur Penn, Sidney Pollack y John Frankenheimer. La mayoría de estos realizadores comenzaron a distinguirse durante la década de 1960. Schaffner, que adquirió gran prestigio como director de montajes televisivos de obras teatrales (que se hacían en directo), y también como realizador de los discursos televisados del presidente Kennedy, debutó en el cine con Rosas perdidas (The Stripper, 1963). Su segunda película, The Best Man (1964), una historia sobre las interioridades e intrigas de la política estadounidense, le valió críticas positivas, pero tampoco alcanzó el éxito esperado. Con El planeta de los simios (Planet of the Apes, 1968) obtiene, por fin, el respaldo en taquilla. Patton (1970) le reportó un Oscar al mejor director, pero su otra incursión biográfica, en este caso sobre el último zar ruso en Nicolás y Alejandra (Nicholas and Alexandra, 1971), pese a estar rodada con grandes medios, no obtuvo el respaldo de crítica y público. Con Papillon (1973) vuelve a la senda del éxito, si bien a partir de ese momento comienza su declive. En 1987 hizo una nueva incursión en la Edad Media, Lionheart: The Children’s Cruzade, acerca de unos muchachos que deciden buscar a Ricardo Corazón de León en Palestina, pero pasó totalmente inadvertida.
[5] No ha sido posible, por ahora, determinar la autoría del Tapiz de Bayeux. Según la tradición, fue creado por Matilde, la esposa del duque Guillermo el Conquistador. La hipótesis más plausible apunta a Odón, arzobispo de Bayeux y hermanastro de Guillermo, como verdadero inspirador. Asimismo, se piensa que pudo confeccionarse en el sur de Inglaterra, quizás en Canterbury o Winchester, donde existían prestigiosos talleres de bordado. Fue expuesta por primera vez el 14 de julio de 1077 en la recién consagrada catedral de Bayeux. En realidad, no es un tapiz propiamente dicho ya que no está confeccionado en una sola pieza sino en nueve fragmentos desiguales. En total, la pieza mide cerca de 70 metros de largo por 50 centímetros de alto y su peso ronda los 350 kilos.
[6] Gaceta Ilustrada, 10 de noviembre de 1962.
[7] El vocablo “normando” proviene de nordmänner, “los hombres del Norte”, puesto que procedían de la península escandinava. Asentados en las tierras de lo que hoy se llama Normandía, supieron adoptar rápidamente la lengua, la cultura y la religión cristiana de sus vecinos, los francos. En la película dos caballeros de Chrysagon tienen nombres de raigambre nórdica (Tybald y Holbracht), mientras que otro, Rainault, procede de la lengua franca.
[8] Charlton Heston. Memorias. Ediciones B. Barcelona, 1997. (“In the Arena”. Simon & Schuster, New York, 1995.) También relata Heston que un muchacho intentó acceder repetidas veces al rodaje hasta que Schaffner se lo permitió. Aquel muchacho era un tal Steven Spielberg… ¿Les suena?
[9] Editora Nacional, Madrid, 1974. La editorial Siruela publicó una nueva edición en el año 2001 bajo el título de Bronwyn.
[10] La revista Poesía (nº 5-6, invierno 1979-1980) publicó a título póstumo un estudio de Cirlot sobre los símbolos celtas de la película. Asimismo, el poeta desarrolló en varias ocasiones este tema en su columna semanal del periódico La Vanguardia. Conviene recordar que Juan Eduardo Cirlot escribió un estudio sobre los símbolos que sigue siendo una obra de referencia en la actualidad: Diccionario de símbolos (varias ediciones desde 1958).

jueves, 11 de agosto de 2011


ROJO Y NEGRO (1942)

La versión falangista de la Guerra Civil Española
 



En el año 1994 fue encontrada en el sótano de un local madrileño una copia de una de las películas más misteriosas del cine español. Una película del año 1942 de cuya suerte se ha escrito mucho y que parecía inaccesible, remota, perdida, condenada (dicen) a ser una simple reseña bibliográfica por los designios del régimen franquista. Me refiero a Rojo y negro (ver ficha en IMDB), producida por la extinta compañía CEPICSA (Compañía Española de Propaganda Industrial y Cinematográfica, S.A.), dirigida por un cineasta falangista hoy olvidado, el madrileño Carlos Arévalo Calvet[1], y protagonizada en sus principales papeles por Conchita Montenegro e Ismael Merlo. La Filmoteca Nacional procedió a su restauración y dos años después la cinefilia española pudo, al fin, tener acceso a la cinta que, al decir de muchos, molestó sobremanera a los jerarcas de la nueva España.

Rojo y negro constituye una rareza en todos los sentidos, desde su atrevida estética a su compromiso político declaradamente falangista (en la supervisión literaria del guión colaboró nada menos que el escritor José María Alfaro, uno de los fundadores de Falange Española). Este detalle, por sí solo, la distingue de otras producciones de la época sobre la guerra civil, tanto del llamado “cine de cruzada” (de espíritu épico y militarista), como de la visión más elaborada de la inefable Raza, la película “franquista” por excelencia[2]. Muchos cinéfilos se sorprendieron ante la visión trágica y nada complaciente de la guerra plasmada por Carlos Arévalo. Y no deja de ser curioso que una película falangista, a priori poco sospechosa de contener mensajes contrarios a las consignas del nuevo Estado, fuera retirada tan sólo tres semanas después de su estreno. ¿Qué sucedió? ¿Qué había en Rojo y negro que la condenó al ostracismo durante tantos años? En principio, como digo, la película parecía responder a lo que podía esperarse de un ejercicio de propaganda orientado a justificar la guerra como un acto inevitable de salvación de la patria. Sin embargo, y he aquí lo insólito de su planteamiento, Carlos Arévalo quiso contextualizar el drama en términos políticos y civiles (dejando lo militar en segundo plano), lo cual pasaba por caracterizar al adversario y dimensionarlo tanto física como psicológicamente; es decir, humanizarlo. Lejos de la tosca demonización del enemigo rojo tan perceptible en Raza, la película de Carlos Arévalo mostraba, en sentido inverso, una cierta comprensión hacia el otro. Era apenas un esbozo, pero de una audacia tan novedosa en un contexto donde la guerra civil no era concebida aún como tragedia colectiva, que algunas voces no dudaron en calificar de ambigua y confusa la visión del director. ¿Fue ese el detonante de su supuesta caída en desgracia? La conmemoración, este año, del 75 aniversario del inicio del conflicto que marcó todo el siglo XX español viene de perlas para conocer esta película.


Una historia de amor en medio de la guerra

El argumento está estructurado en tres partes diferenciadas: la mañana, la tarde, la noche. Un cartel sobreimpresionado sobre una copa que se desborda sirve de introducción a la película. Su mensaje resulta un tanto confuso:

HISTORIA DE UNA JORNADA ESPAÑOLA
El vaivén de egoísmos, debilidades y desaciertos que cambió épicas conquistas, asombro del mundo, por batallas perdidas gloriosamente trajo días en los que hasta esta compensación de los débiles se esfumó en un aire de traiciones y desintegración nacional.
1921. Fecha inicial de esta Jornada que como Mañana llena de presagios llevaba el germen de la renunciación a un destino común a todos los españoles.
Nuncio de un Día propicio al Odio y al desconocimiento mutuo que forjaría la trágica Noche en la que el hermano renegaría del hermano y el sol que no se puso nunca se cambiaría en sombra, cubriendo una bandera que parecía arriada definitivamente.
Una genial intuición vislumbró amaneceres mejores con un claro ejemplo de actitud y estilo y la espada, como una luz, rasgó sombras con clarines de victoria, abriendo nueva Aurora de ilusión con sangre e himnos de juventud impetuosa.
Figuras que son símbolos, símbolos con calor de humanidad se suceden en esta Historia de una Jornada española. La Mañana. El Día desembocan con el desfile de sus horas plenas de temores y esperanzas, en la Noche, roja de sangre y negra de Odio, que rompe, al fin en una Aurora triunfante.

El cartel inicial cede su puesto a LA MAÑANA: En las calles de Madrid, dos niños, Luisa y Miguel[3], asisten al desfile de los soldados españoles que parten hacia Marruecos. Un travelling lateral recorre los rostros de los viandantes que asisten al acto. Algunos exponen en voz alta sus pensamientos sobre la suerte de dichos soldados. El director ve en esa guerra el comienzo de la división entre las dos Españas. Sin embargo, todavía no hay acritud en la gente; simplemente están ahí, expresando sus pareceres de manera pacífica. El primer plano de una mujer que llora (su hijo ha muerto en África, según explica Luisa) encierra un doble simbolismo: su llanto expresa su tristeza por lo que pasa en el país y anticipa el de todas las madres que verán España regada con la sangre de sus hijos, un dolor telúrico, total, que nada sabe ni entiende de políticas o ideologías[4]. Un péndulo y diversas imágenes simbólicas dan cuenta del paso del tiempo.


Los madrileños asisten al desfile de las tropas que partirán hacia Marruecos.

Una madre llora desconsolada.

LA TARDE: Madrid en vísperas de las elecciones del 12 de febrero de 1936. Luisa (Conchita Montenegro) y Miguel (Ismael Merlo), ya adultos, son novios y se aman sinceramente, pero cada uno ha escogido posiciones políticas diametralmente opuestas. Miguel está afiliado al Partido Comunista, mientras que Luisa (sin que él lo sepa) milita en Falange Española. Mientras pasean por Madrid debaten sobre el modelo político que necesita la nación. Ven el cartel anunciador de un mitin de Falange pegado en una pared, y Miguel lo arranca con vehemencia [5]. A Luisa se le cae el bolso. Miguel lo recoge y descubre con asombro una insignia falangista entre los objetos de ella.


Luisa (Conchita Montenegro) y Miguel (Ismael Merlo) debaten sobre
 política mientras pasean por Madrid.


A continuación, un repertorio de imágenes ilustra el estado de la nación bajo la Segunda República: huelgas, incendios, destrucción violenta de símbolos religiosos, manifestaciones, parlamentarios vociferantes, la intelectualidad perdida en infumables discursos sobre los males de la nación, masas descontroladas entregadas al pillaje, oradores izquierdistas apelando a destruir la sociedad actual para imponer la “dictadura de los miserables”, el lujo de la burguesía capitalista en salas de fiesta, el usurero explotador pendiente tan sólo de su dinero… Ante un auditorio de miembros del partido falangista un hombre remangado camina por el pasillo camino del atril (¿se trata de José Antonio Primo de Rivera?). Una copa que se va llenando de agua hasta desbordarse preludia el hartazgo de los españoles de bien ante tamaño caos. Un legionario rasga la pantalla con un sable y empuña la bandera falangista: un nuevo amanecer, cara al sol, está próximo.

La burguesía capitalista se divierte en salas de fiesta
 mientras el pueblo pasa hambre.

El usurero representa al capitalismo salvaje, indiferente
a todo lo que no sea aumentar su riqueza.

Los parlamentarios y los intelectuales están ciegos
 o duermen ante la grave situación de España.


La construcción de estos dos planos llenos de fuerza de los oradores marxistas
está inspirada en la mejor tradición del cine revolucionario soviético.


Dos planos de El acorazado Potemkin utilizados por Carlos Arévalo para ilustrar la
ira de los trabajadores (el puño que se cierra) y el pillaje de la masa descontrolada.
Obsérvese el detalle de la copa que se desborda sobreimpresionada en la muchedumbre
que se precipita escaleras abajo. Este plano pertenece a la mítica escena de las
escaleras de Odessa, un icono del cine imitado con posterioridad en muchas películas.

LA NOCHE: Ha estallado la guerra civil. En el Madrid dominado por las milicias anarquistas y comunistas son continuas las detenciones de las personas desafectas a la República, especialmente si pertenecen a Falange. A pesar de la amenaza que pesa sobre los militantes o simpatizantes falangistas, Luisa colabora con el partido en la clandestinidad, forma parte de esa “quinta columna” activamente implicada desde la capital con las tropas sublevadas[6]. Esconde en su casa a un camarada falangista perseguido por los milicianos y se finge libertaria para poder acceder a la checa del antiguo convento de las adoratrices en busca de otro camarada del partido. A través de una celosía, Luisa rememora la tranquilidad que reinaba otrora en el patio del convento, ahora sustituida por el ir y venir de los milicianos. El jefe de la checa sospecha de ella y ordena seguirla hasta su casa. Allí se personan los milicianos con la misión de efectuar un registro. Hallan un papel que la relaciona con la Falange y se procede a su detención. Conducida a la checa, es violada por un miliciano borracho[7].

Luisa aguarda con entereza el designio que pesa sobre ella por su militancia falangista.

El interior de la checa de las adoratrices. En la pared se advierte el cerco de un antiguo crucifijo
ahora sustituido por la hoz y el martillo. El actor de la derecha es José Sepúlveda,
uno de los grandes característicos del cine español.

Un travelling muestra, cual de si una colmena se tratara, la checa de la calle Fomento a donde es trasladada finalmente la joven. La cámara recorre las diferentes estancias del edificio mostrando escenas diversas: hombres que hablan de política, grupos de presos, un hombre que grita desconsolado… En uno de los despachos, Miguel, ajeno a la detención de su novia, expone ante otros miembros del partido sus dudas sobre la necesidad de ejecutar sin juicio previo a los presos fascistas. Acusado de tibieza por sus correligionarios, al final accede a dar su visto bueno a la pena de muerte, ignorante por completo de que con ello está sellando fatalmente el destino de Luisa.


El notable (para la época) esfuerzo de producción queda patente en esta curiosa
imagen que muestra el decorado de la checa de Fomento a modo de viñetas.

Miguel expone sus dudas sobre la idoneidad de aplicar la pena de muerte de forma indiscriminada.

Uno de los correligionarios de Miguel le convence de que los presos  fascistas
deben sufrir  la pena capital sin miramientos. Se trata del actor
Rafael Luis Calvo, habitual en papeles secundarios de nuestro cine, pero
mucho más conocido por su faceta de actor de doblaje (prestó su voz a Clark Gable 
en la versión española de Lo que el viento se llevó).

La madre de Luisa le pone al corriente de los últimos acontecimientos y Miguel, angustiado, corre hasta la checa de Fomento decidido a rescatar a su novia. Pero ya nada puede hacerse: durante la madrugada, Luisa, junto con otros presos, ha sido llevada a la pradera de San Isidro para ser fusilada. Miguel encuentra allí su cadáver. Desolado, camina sin rumbo hacia la ciudad mientras su mente se puebla de imágenes de fusilamientos y muertes. Al encontrarse con una patrulla de milicianos dispara contra ellos, pero le dan muerte con rapidez. Las banderas carlista, falangista y nacional se van sucediendo sobre el fondo de un amanecer para cerrar la película.


Doña María (Rafaela Satorrés), la madre de Luisa, apela con cariño a Miguel  para que  rescate a  su hija.

Miguel encuentra el cadáver de Luisa en el prado de San Isidro.

En este plano de Miguel muerto con los brazos en cruz creyó ver el crítico Mas-Guindal
una alegoría de Cristo crucificado en el Gólgota. Según él, el fin de Miguel transmitía
un heroísmo que en el caso de Luisa (la verdadera mártir de la historia) resultaba menos explícito.


Una rareza inclasificable

Como película, Rojo y negro no ha envejecido del todo mal. Su ritmo es adecuado (a veces abrupto en exceso), contiene apuntes estéticos muy interesantes y su mensaje político, dicho sea con toda la cautela del mundo y siempre y cuando prescindamos de su tono panfletario, resulta mucho más serio que las burdas glorificaciones castrenses de la época. Como obra histórica, propone reflexiones discutibles, aunque ponderadas: la guerra de África como origen de la división social de España, la mediocridad de la casta política y de las clases adineradas, la irrupción del bolchevismo como ente revolucionario y, por fin, la contrarrevolución encarnada en los colores rojo y negro de Falange. Ahora bien, sus limitaciones provienen precisamente del carácter definitivo que pretende alcanzar su tono discursivo, a modo de tesis total, sacrificando la dialéctica en aras de presentar la historia de España como una mera confrontación de ideas antitéticas imposibles de conciliar. Por consiguiente, el perfil diegético de Rojo y negro responde a los parámetros normales de un cine militante concebido desde una ideología política de raíz totalitaria, bien es verdad que añadiendo algunos matices interesantes (el enemigo es malo, pero también humano; una falangista y un comunista pueden amarse más allá de sus ideas) que la diferencian sustancialmente de empresas análogas realizadas en países regidos por ideologías similares (Alemania e Italia).


Por encima de todo, la intención del director consiste en explicar el hecho tremendo, atroz, de la guerra fratricida entre los españoles. Y lo hace suprimiendo el protagonismo de los esforzados militares henchidos de ardor patriótico de las películas al uso para dárselo a los civiles que se involucraron y sufrieron el conflicto[8]. En este caso, se describen las actividades clandestinas de la “quinta columna”. Más aún: el peso de la historia recae sobre una mujer, Luisa, decidida, dura, realista y desesperanzada; una mujer que desde el anonimato no duda en ponerse al servicio de la causa por la que, finalmente, será vejada y fusilada. Conchita Montenegro compone un retrato admirable de Luisa, trágico y sin concesiones. Compárese su personaje con el estereotipo de la mujer subordinada al hombre y madre abnegada, reducida a un papel subalterno, propio de otras películas de la época franquista.

El otro elemento esencial que convierte a Rojo y negro en una rara avis dentro del cine español del franquismo temprano es su renuncia a caricaturizar al enemigo rojo. No lo salva ni lo justifica, pero le otorga voz y presencia, consciente de la necesidad de conocer las propuestas del enemigo si se aspira a profundizar en las causas del drama español. Resulta significativo que los planos de los oradores marxistas, verdaderos agitadores de masas, muestren un auditorio donde se palpa la pobreza, donde los trabajadores escuchan anhelantes la propuesta de romper con todo el sistema para edificar una nueva sociedad, la “dictadura de los miserables”, del proletariado. A partir de un montaje drástico, incluso brillante, un collage de imágenes ilustra el creciente desorden de una nación sin rumbo donde la rabia y el caos han fagocitado el orden. Carlos Arévalo lanza invectivas contra el capitalismo liberal, al que considera en parte responsable de la fractura social española por su afán desmedido de riquezas (el usurero que cuenta su dinero) y por su pasividad ante los problemas de la nación (sólo piensan en divertirse frívolamente en salas de fiesta). Y no se detiene ahí: los políticos parlamentarios y los intelectuales pierden el tiempo en largas y vacías peroratas, ciegos ante la gravedad de los hechos (curioso el detalle surrealista de mostrarlos con los ojos vendados mientras hablan y hablan). Nada tiene de extraño este repertorio de reproches, puesto que en el ideario de Falange se expresa el rechazo de esta formación política al parlamentarismo y al capitalismo, aspectos soslayados por otras películas de la época o, como mucho, reducidos a trazos vulgares y tendenciosos. Arévalo trata de decir que la irrupción en escena de la izquierda es la consecuencia última de una serie de despropósitos generales. Según su parecer, la izquierda habría actuado movida por una causa. Una causa, además, que en el caso de Miguel desprende honestidad. Si en Raza se producía una inesperada e increíble conversión del “rojo” José Nieto, en Rojo y negro no existe tal: Miguel, dominado por la rabia ante la muerte de Luisa, muere en un tiroteo contra sus correligionarios, pero sin abjurar en ningún momento de sus principios[9].

También descuella Rojo y negro entre las películas españolas de su época por su arriesgada puesta en escena y por el uso de técnicas narrativas de lo más heterogéneas, alternando la mejor tradición del cine revolucionario de Eisenstein (véanse las imágenes de los oradores ante las masas, o dos planos extraídos de El acorazado Potemkin: un puño que se cierra como símbolo de la ira proletaria y una alusión al caos destructor de las masas en la muchedumbre que se precipita escaleras abajo) con toques vanguardistas entroncados con otras corrientes cinematográficas europeas[10]. Arévalo recurre con frecuencia a la elipsis narrativa (la violación de Luisa y la no escenificación de su muerte constituyen los ejemplos más llamativos y eficaces en términos dramáticos). Asimismo, emplea símbolos y metáforas que vienen a formar un corpus de recursos plásticos (no verbales) que hacen fluido y sugerente el discurrir de la narración (el péndulo, la copa que rebosa…). El uso del claroscuro (excelente trabajo del operador jefe de la película, Alfredo Fraile) recrea a la perfección la atmósfera de desesperanza buscada por el director, ese ambiente en perpetuas sombras donde se ubica el magnífico decorado de la checa de la calle Fomento, mostrado como un edificio sin fachada que nos permite, guiados por la cámara en meticulosos travellings, acceder a todas sus estancias como si de viñetas se tratasen, desvelándonos espacios angostos, estancias repletas de presos, la burocracia de los milicianos responsables de la checa…

De todo este magma de estilos y sugerencias emerge un filme duro y trágico que ofrece una visión del conflicto civil español despojado de concesiones heroicas. Quizás por eso, porque sus protagonistas son civiles en lugar de militares, quizás porque la religión ocupa más bien un lugar secundario, íntimo y privado (otra diferencia con respecto al cine español oficial), Rojo y negro transmite un dramatismo mucho más cercano que las películas “de cruzada”. Y lo hace, también a contracorriente de la época, renunciando a la lágrima fácil y al histrionismo. He ahí su mérito… y tal vez su condena.


¿Fue prohibida Rojo y negro?

La película se estrenó el lunes 25 de mayo de 1942 en el cine Capitol de Madrid, precisamente el día en que regresaba a la capital el primer contingente de la División Azul. Unos meses antes, el 5 de enero, se había estrenado Raza ante el entusiasmo general de la crítica. Si esta última se erigía poco menos que en resumen (o apología, según se mire) de la cosmovisión de Franco, Rojo y negro pretendía mostrar la guerra como catarsis de la historia reciente de España según los postulados de Falange Española. Con el tiempo, a medida que el régimen trataba de mostrar otra faz ante el mundo, Raza sería reinventada alterando sus diálogos con el fin de “dulcificar” su más que dudoso sesgo político. Por el contrario, Rojo y negro sería arrinconada al poco tiempo de su estreno y ya no se sabría nada de ella hasta el hallazgo casual de una copia en Madrid. Que se sepa, la primera referencia bibliográfica sobre la prohibición del filme se debe a Eduardo Ducay en la revista italiana Bianco e Nero (año 1950). Aunque no fuera muy preciso en sus apreciaciones, lo cierto es que Ducay estableció las bases de un mito historiográfico sobre el que abundarían especialistas tan cualificados como Román Gubern, Carlos F. Heredero o Rosa Añover[11]. Curiosamente, Carlos Fernández Cuenca, quizás el más reputado historiador del cine durante la época franquista, amén de fundador de la Filmoteca Nacional, no hizo referencia alguna a la supuesta prohibición de la película en su estudio sobre la guerra civil en la pantalla[12]. Quienes sostienen todavía como hecho cierto la retirada en cartel de Rojo y negro en virtud de una intervención directa desde las altas instancias del Estado no pueden apoyarse en otra cosa que en hipótesis más o menos verosímiles, ya que no existe ni se conoce (y de existir, aún no ha sido encontrado) ni un solo documento relativo a su prohibición. En cambio, están archivadas todas las pertinentes autorizaciones legales para su rodaje y exhibición, así como su designio (finalmente frustrado) como representante del cine español para la Mostra de Venecia de 1942 a petición de la propia productora, CEPICSA (honor concedido finalmente a otra película de la productora, Correo de Indias, de Edgar Neville). Se mantuvo en cabeza de cartel del cine Capitol hasta el 14 de junio de 1942, al parecer con éxito, totalizando la nada despreciable cifra de tres semanas consecutivas. Incluso fue incluida en una relación de películas a exhibir ante los voluntarios de la División Azul en Alemania[13]. Por otra parte, las críticas en general elogiosas que recibió en prensa y publicaciones especializadas no se corresponden con un hipotético clima de hostilidad generalizada. Bastaría este cúmulo de circunstancias para cuestionarse en serio la realidad de la prohibición del filme si no fuera porque, en efecto, el destino de Rojo y negro nos habla de una efímera vida comercial y de un posterior y larguísimo destierro por causas no aclaradas[14].

¿Fue prohibida debido a su carácter falangista? Consideremos que Rojo y negro surge inmediatamente después de la guerra, en un Estado insuficientemente estructurado en lo político y depauperado en lo social, erigiéndose, en cierto modo, en portavoz de Falange Española, el partido que en un principio intentó dotar de estructura política a un Estado precisamente falto de eso, pero que desde hacía tiempo era visto con creciente desconfianza por otros sectores afines a Franco (léase carlistas y una buena parte del ejército). Las presiones del ejército y de los carlistas hicieron reaccionar a Franco en el sentido de arrebatar cuotas de poder a los falangistas en el seno del gobierno, al tiempo que se trataba de potenciar a los sectores falangistas más disconformes con la facción encabezada por el cuñadísimo de Franco, Ramón Serrano Súñer[15]. El atentado de Begoña (Bilbao) del 16 de agosto de 1942, cuando un grupo de falangistas lanzaron una bomba en un acto conmemorativo carlista a los caídos en la guerra, bomba que a punto estuvo de alcanzar al ministro del Ejército, general Varela (hombre de simpatías carlistas y enemigo declarado de Falange), sirvió de excusa al dictador para precipitar poco después la caída final de Serrano Súñer (ministro de Exteriores en aquel momento) y, por consiguiente, del sector falangista más combativo.

En este ambiente tenso revelador de las contradicciones internas del Régimen puede que Rojo y negro resultara incómoda. Los nuevos vientos políticos ya no soplaban a favor de Falange, sino del Movimiento Nacional. Tan sólo dos o tres años antes, en plena “era dorada” de la Falange como vertebradora política del Estado, habría encontrado adecuado acomodo, pero a mediados de 1942, tras la caída del sector más “duro” del partido, constituía poco menos que un anacronismo.

La existencia de sectores diferenciados en el seno de Falange prueba que distaba mucho de ser un bloque homogéneo. Las discrepancias internas alcanzaron incluso a la valoración crítica de la película. Así, Antonio Mas-Guindal la tachó de “bienintencionada”, “pero su exposición es tan difusa, que se presta a consecuencias indudablemente desacertadas”, como jugar de manera equívoca con los colores falangistas en el rótulo inicial (“Rojo de sangre y negro de rencor”), o su final, “esa especie de elevación del Gólgota simbólico, con la figura del protagonista caído sobre la calle en cruz”, que no hace sino restar fuerza y relevancia al sacrificio de la heroína[16]. En esa misma revista, el actor y locutor Fernando Fernández de Córdoba exponía al entrevistador Adolfo Luján la necesidad de producir un tipo de cine auténticamente “nacionalsindicalista”, algo capaz de alcanzar “mayor eficacia que la cosa realista del automóvil en la madrugada y los fusilamientos, por ejemplo” (una alusión evidente a Rojo y negro)[17]. Adolfo Luján, otro crítico de la revista, empleó, en cambio, un tono más elogioso[18].

Las reseñas cinematográficas de otras publicaciones mostraron abierta simpatía hacia el filme, entre ellas el diario ABC, El Alcázar, ¡Arriba!, Radiocinerama o Ecclesia (órgano de Acción Católica). En concreto, el crítico teatral y cinematográfico de ABC, Miguel Ródenas, aparte de lanzar loas al trabajo del director y a sus intérpretes principales, se permitía decir esto sobre el espíritu de la película: “Todo el patetismo de aquellos años de triste y odiosa recordación (se refiere a la República) está magníficamente captado en este ‘film’, que hará el milagro de refrescar memorias, tornando en inolvidable lo que todos debiéramos llevar en la mente como oración de cada día: ¡Salve, Franco!”

Alberto Elena (ver nota 14) pudo identificar una proyección de la película el 8 de noviembre de 1942 en el Cine Lusarreta de Madrid, es decir, posterior a las turbulencias desencadenadas en el seno del régimen que condujeron a la caída del sector duro de Falange[19]. Como dice este investigador, quizás no fueron motivos políticos los que provocaron la caída en desgracia de la película, al menos directamente. Parece incongruente, añadiría yo, que la cinta desapareciera por el simple hecho de declararse falangista cuando, en realidad, Falange (aunque “domesticada” por Franco) estaba vivita y coleando. Quizás en toda esta historia llena de sombras haya que ver la mano de la productora del filme, también auspiciada por Falange, consciente de la nueva situación planteada con la crisis política de un gobierno que ahora, y en adelante, insuflaría nuevas perspectivas a una propaganda oficial menos dependiente del aparato falangista.

Me temo que nunca conoceremos la realidad de los hechos. En todo caso, la recuperación de esta “película maldita” de nuestro cine supuso una excelente noticia para los cinéfilos y para los historiadores interesados en analizar la evolución de nuestra sociedad a través de sus películas. Rojo y negro (no nos engañemos) no es ecuánime ni objetiva, pero sobresale muy por encima del grueso de películas de su época por su calidad cinematográfica y, sobre todo, por retratar la guerra no como epopeya, sino como drama.




[1] Carlos Arévalo Calvet (Madrid, 1906-Madrid, 1989) estudió escultura en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Falangista convencido, no dudó en apoyar el alzamiento militar contra la República. Su carrera como cineasta comenzó con Ya viene el cortejo (1939), un cortometraje de unos 10 minutos de duración que mostraba el desfile de las tropas victoriosas de la guerra civil ante el general Franco en Madrid. Su primera cinta importante inauguró, además, la serie de películas auspiciadas por la dictadura de Franco para exaltar al ejército español: ¡Harka! (1941), ambientada en el Marruecos bajo protectorado español y con el protagonismo de Alfredo Mayo, actor habitual de este género “castrense”. Su carrera sufrió un bache tras la retirada de Rojo y negro, sin duda su mejor película y la más próxima a lo que se conoce como “cine de autor”.
[2] No en vano fue escrita nada menos que por el propio Francisco Franco bajo el seudónimo de Jaime de Andrade.
[3] El niño es Quique Camoiras, luego uno de los más famosos cómicos de la escena española.
[4] Sobre el significado de esta escena, el crítico Miguel Ródenas daba una versión completamente opuesta en ABC (26 de mayo de 1942): “Días turbios del 21 en que la demagogia, a solapo de un revés militar, desde su escondrijo, cobardemente afiló las uñas para caer sobre la presa fácil del ‘analfabeto’ que sabía leer y de las comadres sensibleras que derramaban lágrimas hipócritas y hacían aspavientos de dolor cuando por nuestras calles desfilaban los soldados con aire marcial camino del desquite”.
[5] Se trata, sin duda, del doble mitin celebrado en la mañana del domingo 2 de febrero de 1936 en dos locales madrileños: el cine Europa y el cine Padilla. Participaron José Antonio Primo de Rivera, Julio Ruiz de Alda, Raimundo Fernández Cuesta y Rafael Sánchez Mazas. Como curiosidad, decir que ambos actos se celebraron simultáneamente (los locales estaban intercomunicados por vía radiofónica) y que José Antonio, como líder de Falange, estuvo presente en los dos locales.
[6] La expresión “quinta columna” se atribuye comúnmente al general Mola, aunque según otras versiones se debe al general Varela. Describe, en cualquier caso, a los civiles que en el Madrid asediado por las tropas nacionales colaboraban clandestinamente con los sublevados.
[7] El papel represor de las checas republicanas durante la guerra civil continúa siendo motivo de controversia en nuestros días. Especialmente famosa se hizo la creada en la sede del Círculo de Bellas Artes de Madrid (en la calle de Alcalá, 40), trasladada poco después al número 9 de la calle Fomento. El nombre “checa” procede de las siglas de la policía política de la URSS (Cheká).
[8] Quede claro que la visión política del director no excluye en absoluto la importancia esencial del ejército como factor salvífico del país, pues sin el alzamiento militar no pudo “reconstruirse” España. En todo caso, Carlos Arévalo solapa la intervención militar para enfatizar la vertiente civil del conflicto.
[9] Más discutible y confuso en la descripción de la izquierda es el sincretismo que establece el guión entre comunistas, anarquistas y demás facciones o corrientes. Como contrapartida, el director saca a la luz algunas contradicciones internas de la izquierda española, como el apoyo decidido a la pena de muerte arbitraria de unos grupos frente al rechazo explícito a la misma de otros.
[10] El plano del puño pertenece a la secuencia del funeral del marinero Vakulinchuk, mientras que el de la muchedumbre se corresponde con la legendaria escena de las escaleras de Odessa (la multitud huye de la represión zarista). En ambos casos, el director emplea esas imágenes en contextos muy diferentes al de la película de Eisenstein, buscando un significado de revolución y vandalismo ajeno al filme original. Por otra parte, El acorazado Potemkin era el modelo a seguir por quienes buscaban un cine de propaganda debido a su eficacia para despertar sentimientos en las masas. Bartolomé Mostaza, quien fuera jefe provincial de Prensa y Propaganda de Falange en Orense, subrayó con indisimulada admiración que El acorazado Potemkin hizo más comunistas que toda la Prensa moscovita” (“El cine como propaganda”, revista Primer Plano, nº 10, 22 de diciembre de 1940). El otro gran referente del cine propagandístico europeo (también mencionado por Mostaza) hay que buscarlo en los documentales de la cineasta Leni Riefenstahl sobre el partido nazi alemán.
[11] Román Gubern: La censura. Función política y ordenamiento jurídico bajo el franquismo (1936-1975). Ediciones Península, Barcelona, 1981. Carlos F. Heredero: La pesadilla roja del general Franco. El discurso anticomunista en el cine español de la dictadura. San Sebastián, Festival Internacional de Cine, 1996. Rosa Añover: “Censura y guerra civil en el cine español (1939-1945)”. Historia 16, nº 158, junio de 1989. Imprescindible asimismo el estudio de Vicente Sánchez-Biosca: Cine y guerra civil española. Del mito a la memoria. Alianza Editorial, Madrid, 2006.
[12] Carlos Fernández Cuenca: La guerra de España y el cine. Madrid, Editora Nacional, 1972.
[13] Se iba a proyectar junto con ¡A mí la legión! (1942), de Juan de Orduña, el 18 de julio de 1942 en Berlín, pero se ignora si ambas películas fueron enviadas finalmente a Alemania.
[14] Un exhaustivo estudio de las diversas hipótesis sobre el caso de Rojo y negro en Alberto Elena: “¿Quién prohibió Rojo y negro?”. Secuencias. Revista de Historia del Cine, nº 7, octubre de 1997.
[15] Ramón Serrano Súñer (1901-2003) fue el verdadero hombre fuerte de los gobiernos de Franco hasta el año 1941. Ocupó simultáneamente los cargos de ministro de la Gobernación, de Exteriores y presidente de la Junta Política de Falange. Controló de facto el aparato del Estado hasta que el 5 de mayo de 1941 fue sustituido al frente del ministerio de Gobernación por el coronel antifalangista Valentín Galarza. Serrano continuó siendo el titular de Exteriores, pero comenzaba a ser evidente el “divorcio” entre Franco y su cuñado. El núcleo más radical de Falange se resintió aún en mayor medida con la entrada en el gobierno, el 17 de mayo de ese año, de Miguel Primo de Rivera y José Luis Arrese, dos preclaros representantes del sector falangista más crítico con Serrano.
[16] La revista Primer Plano nació en el año 1940 bajo los auspicios de Falange Española. Correspondía con la tesis de este partido acerca de la “propaganda totalitaria” impulsada con entusiasmo por su gran ideólogo, Dionisio Ridruejo. Dirigida inicialmente por Manuel García Viñolas, en 1942 conoció una reestructuración administrativa coincidiendo con la caída del sector radical de Falange. La crítica de Mas-Guindal, en Primer Plano, nº 85, 31 de mayo de 1942.
[17] La alocución más conocida de Fernando Fernández de Córdoba (1897-1982) fue el último parte de guerra escrito por Franco, el famoso y mítico: “En el día de hoy, desarmado y cautivo el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”. A las 22:30 del día 1 de abril de 1939, Fernández de Córdoba leía el texto con exagerado énfasis desde el estudio de Radio Nacional de España sito en el Paseo del Espolón, en Burgos. Sobre la entrevista concedida a Adolfo Luján, ver Primer Plano, nº 94, 2 de agosto de 1942.
[18] Primer Plano, nº 92, 19 de julio de 1942.
[19] El 18 de agosto de 1942, dos días después del atentado de Begoña, fue proyectada en Cercedilla (Madrid), en el marco de la clausura de los Segundos Turnos de los Campamentos de Madrid y del Campamento de los Leones.