jueves, 16 de junio de 2011

INTRODUCCIÓN



Una pregunta acaba de surgir en mi mente, justo cuando me enfrento al teclado para presentar, acaso para justificar, el nacimiento de este blog: ¿Alguien leerá mis palabras?... El solo hecho de plantear esta pregunta lleva implícito un matiz escéptico, de resignación ante la circunstancia no precisamente positiva, pero sin duda muy probable, de que ninguno de los innumerables internautas que se asoman a diario en la red llegue a interesarse por mis textos… Bien. De acuerdo. Es un riesgo latente e inevitable, y sin embargo… Sin embargo, y lo digo sinceramente, la posibilidad de la indiferencia no resta un ápice a mi interés por compartir con ustedes mi afición, mis conocimientos (no muchos, la verdad) y mi entusiasmo por el tema que sirve de título al blog: FILMAR LA HISTORIA.

No sé qué sugerencias habrá despertado en ti, amigo internauta, el enunciado del blog. Hombre, así, a bote pronto, uno podría pensar, con razón, que “esto” va de cine histórico; lo cual, a su vez, puede llevar a la evocación de películas tan famosas como Lawrence de Arabia, Ben-Hur, La caída del Imperio romano, Austerlitz, etcétera, etcétera, etcétera. Es decir, producciones que por sus características técnicas (casi siempre superproducciones de gran presupuesto) y artísticas (reconstrucciones de ambientes y hechos del pasado, realizadas muchas veces con indudable solvencia), pueden ser reconocidas con facilidad como pertenecientes al llamado “género histórico”. Mis mayores empleaban una palabra muy gráfica que servía para definir la “grandiosidad” de una de tales cintas: Peliculón. Mi interés por este tipo de cine comenzó cuando, en la ya lejana e inalcanzable infancia, me dejé prender literalmente por estos “peliculones” llenos de espectaculares decorados, batallas multitudinarias, héroes y villanos de una pieza y señoritas de muy buen ver. Aquella fascinación se fue puliendo con el tiempo, primero movido por la curiosidad de saber qué había de cierto en las historias evocadas por aquellas películas (lo cual suscitó mi interés por la Historia); y segundo, amparado en los conocimientos adquiridos, mi cuestionamiento sobre los límites del “cine histórico”.



Lawrence de Arabia (1962), de David Lean





William Wyler dirigió Ben-Hur en 1959


Porque, ¿cómo definiríamos el “cine histórico”? ¿Hay coordenadas específicas que sirvan para emitir una explicación detallada sobre tal género? Puede que las haya, pero en absoluto las considero monolíticas. Es difícil encorsetar el cine en términos académicos más o menos elaborados y, quizás, insuficientes para explicar un todo cuya delimitación desprende dinamismo por los cuatro costados. En realidad, el propio concepto de “Historia” puede prestarse a interpretaciones de muy variada índole. Una batalla del pasado pertenece a la crónica histórica, pero sería erróneo creer que la Historia termina en eso, en una enumeración de batallas, imperios y religiones. La Historia está tejida con retales que desbordan los límites políticos y a sus grandes protagonistas, llámense Julio César o Juan Carlos I, para meterse en el universo de lo cotidiano, de las vidas sencillas, anónimas, de los ambientes modestos, de caseríos rurales o de pequeñas viviendas en pueblos de nombres pintorescos, con sus miserias y alegrías, sus logros y sus anhelos. El conjunto de una sociedad está hecho de mimbres tan variados como interrelacionados: No puede explicarse la existencia de un señor feudal sin la presencia de los súbditos que trabajaban para él. Del mismo modo, un asesino en serie, que normalmente ocupa en la prensa las páginas de sociedad, puede dar la medida de un ambiente comunitario aun teniendo en cuenta el carácter estrictamente individual de sus actos, porque, nos guste o no, ese tipo humano pertenece a una sociedad y, por lo tanto, ha surgido en un contexto donde sus hechos han causado repercusión. Todos estos aspectos mucho más cercanos al común de los seres humanos conforman la intrahistoria, y de eso nos han hablado muchos cineastas en innumerables películas. Por esta razón, porque la Historia va mucho más allá de los oropeles de los poderosos, considero que un filme como Plácido, de Berlanga, contiene elementos históricos tan dignos de ser analizados como los de otros filmes más tradicionalmente considerados de corte histórico (y que a veces, paradójicamente, contienen “menos historia” de lo que cabría esperar). Si partimos de la premisa de que cada película es hija de su tiempo y de sus circunstancias, entonces no cabe duda de que Plácido, por retratar un aspecto de la sociedad española bajo el franquismo (la hipocresía de las clases medias), se erige en testimonio histórico de su época.


Plácido (1961), un clásico dirigido por Berlanga

Por supuesto, toda interpretación, como la discrepancia,  son libres, lo cual no hace sino enriquecer el siempre sano y necesario debate acerca de la propia naturaleza humana. Al fin y al cabo, la Historia no aspira a otra cosa que a explicar, o al menos intentar comprender, al ser humano en su integridad, para lo bueno y para lo malo.

Espero tener el temple suficiente para exponer mis ideas sobre todos estos temas. Naturalmente, para tal menester hay personas mucho más doctas que este humilde servidor de ustedes, pero confío en que, por lo menos, podamos compartir nuestros puntos de vista. 

Esta, y no otra, es mi proposición: dialogar sobre CINE, así, con mayúsculas, esta prodigiosa herramienta capaz de transportarnos a mundos imposibles o a tiempos ya lejanos; tiempos de espadas y pirámides, de brillantes armaduras y modales caballerescos, de castillos deslumbrantes y humildes chozas, de grandes ideales y de mezquindades… Saltaremos del pasado al presente y quién sabe si al mañana, porque la Historia, como ente vivo (permítanme esta licencia literaria), va más allá del ayer y del hoy.

Nuestra primera parada en nuestro viaje por la historia filmada nos llevará a los tiempos del Imperio romano. Hasta entonces, quédense con mi más cordial saludo.